Queridos lectores: si os portáis bien, un día os contaré cómo nos conocimos Monsieur M. y yo. Por el momento, y para entrar en contexto en la receta de hoy, os basta saber que el hecho de que yo viva en Quebec, Canadá, a dos kilómetros al norte del quinto pino, se debe principalmente a las feromonas. Podría intentar ser más refinada y decir que cuando me tropecé en el camino (literalmente) con mi quebequés de marido, ese homérico hombretón que es grande, zen, y que ha eliminado el apego, sentimos una conexión espiritual profunda, nuestras almas se reconocieron, blablabla, pero lo cierto es que soy bastante cartesiana y creo más bien que el encontrarnos en un contexto en el que ambos estábamos sucios, sudados, y no disponíamos de ningún desodorante y tan sólo de una muda limpia para cambiarnos (muda que dosificábamos con gran parsimonia), probablemente creó un remolino de feromonas que fue el culpable de que ahora yo esté aquí, helándome el trasero seis meses al año. El que yo no hablara francés en la época y él tampoco supiera una palabra de español, y ambos chapurreáramos un inglés aproximativo, debió de ayudar a que las feromonas cumplieran su misión. Cuando no entiendes un pimiento de lo que te está diciendo el hombretón frente a tí, tiendes a fijarte en los detalles: mandíbula viril, hombros anchos como una pala mecánica, ojitos soñadores... ya véis por dónde voy. Cuando un día Monsieur M. se ofreció a lavarme los calcetines en un arroyuelo (suena a madrigal, pero es totalmente verídico), terminó de ganarse mi duro corazoncito. Así que nos enamoramos, nos separamos temporalmente, nos reencontramos, yo emigré, cohabitamos, nos casamos muy a mi pesar, contrajimos una hipoteca -y después otra-, nos mudamos al campo y hasta hoy. Vivimos felices y comimos muchas cosas, la mayor parte de entre ellas cocinadas por mí.
Recuerdo que la primera vez que me estrechó entre sus brazos de oso yo susurré sin aliento: -«Llévame lejos». Os recomiendo vivamente que tengáis mucho cuidado con lo que susurráis cuando estáis sin aliento, porque, caray, vale lo de irse lejos, pero es que me llevó al norte del paralelo 50.
Ahora, una vez asentados en el Quebec bastante profundo, una vez terminada la mudanza (aún nos quedan cajas por abrir, estamos pensando en donarlas tal cual sólo por no tener que ordenar lo que haya dentro) y la pintura de Muffin Manor, sólo queda mirar el invierno por la ventana. Dicho así suena muy lírico, pero si tenemos en cuenta que llevamos desde noviembre a temperaturas bajo cero y viendo nevar, que en enero hemos pasado un par de encantadoras semanitas a treinta y tantos bajo cero, pues llegado mediados de febrero cada
vez que me pongo la parka a las seis de la mañana para rascar el hielo
del parabrisas de un coche gélido en el que tengo que ir a trabajar, tengo ganas de agarrar una escopeta de
postas y emprenderla a tiros con la parka, las botas, las manoplas y el
coche.
Ayer nos cayeron quince centímetros -más- de nieve, que fueron a apilarse sobre el metro diez que rodea Muffin Manor, y todo eso a finales de abril aún no se habrá fundido del todo. Mientras nieva a grandes copos (a copones, que diría mi amiga María Fernanda y olé) corrijo pilas y pilas de redacciones. Una sabe que empieza a estar cansadita del invierno cuando se apresura a incorporar a la lista de Monsieur -que se va al súper- la Santa Trinidad para combatir el blues del invierno: Nutella, Oreos y Cheetos. La Nutella a cucharones no será muy sana, pero siempre es mejor que una botella y media de vodka. O emprenderla a perdigonadas con el guardarropa invernal.
Esta receta es el producto de varios intentos de hacer Nutella (o algo que se le parezca bastante) en casa. ¿Por qué? Si bien es cierto que algunos productos en su versión industrial nunca podrán ser sobrepasados por una versión artesanal, el problema principal de la Nutella es el aceite de palma que contiene. Este producto perverso y adictivo sería mucho menos perverso si estuviera elaborado con una grasa más cardiosaludable. Mi receta no contiene más grasa que el aceite natural de las avellanas, y está edulcorada con sirope de arce, mejor que el azúcar blanco refinado. He probado otras versiones edulcoradas con leche condensada (por lo de inventar una receta con ingredientes más accesibles a los lectores españoles), pero me pareció que la crema resultante era tan empalagosa o más que la industrial. No quiero engañaros con la etiqueta «sin culpa»: esto sigue siendo una bomba calórica. Pero bastante más saludable que la que compráis en el súper. Seguro que alguna madre me lo agradecerá.
NUTELLA CASERA ANTIDEPRESIVA: CREMA DE CHOCOLATE Y AVELLANAS
INGREDIENTES
- 3/4 de taza de mantequilla de avellanas (mejor) o almendras (en tiendas de alimentación natural). Si no podéis encontrarla, probad a moler en el robot de cocina avellanas naturales tostadas (sin sal), aunque tendréis que añadir un poco de aceite (girasol o colza) hasta que la textura sea como la de la mantequilla de cacahuete, cremosa pero bastante espesa.
- 1/2 taza de cacao negro en polvo puro, de la mejor calidad posible (Valrhona es excelente).
- 1/2 taza de sirope de arce (o de miel, aunque el sabor cambia bastante y se parece menos al de la Nutella comercial).
- 1/2 taza de leche.
- Podéis sustituir los dos ingredientes anteriores (el sirope y la leche) por leche condensada, aunque entonces lo saludable de la receta disminuye bastante.
- 1 cucharadita de café (o media de té) de extracto natural de vainilla.
- 1 cucharada sopera de azúcar de coco o stevia, o simplemente de azúcar moreno o blanco.
- Una pizca de sal.
Verter todos los ingredientes en un recipiente de batidora (los ingredientes en polvo al final). Batir hasta que la mezcla sea homogénea y untuosa. Se conserva en el frigorífico (por la leche fresca que contiene), así que endurecerá. Si os sale muy líquido podéis ajustar la textura aumentando gradualmente la cantidad de cacao y avellanas.
