(Imagen de Anne Tayntor)
«Dentro de cada persona vieja hay una joven que se pregunta qué demonios ha pasado.»
Tengo cuarenta y un años, y empiezo a sentirme vieja. Francamente, me parece un poco pronto. No sé muy bien cuánto hay de objetivo en este sentimiento mío de vejez, teniendo en cuenta que mi cara aún está razonablemente lisa (salvo por las patas de gallo más que incipientes, y esas las he merecido a fuerza de reírme, así que creo que han valido el precio), aún soy capaz de entrar en ropa que no tiene aspecto de una tienda de campaña de seis plazas, y en general me siento cómoda con la novedad y la gente más joven que yo. Quizá sea esta fatiga crónica mía, o la crisis de los cuarenta, o que estoy escribiendo este post al amanecer gélido de Quebec y a estas horas el sentido del humor aún no se me ha despertado (por eso NUNCA escribo a estas horas, para que no me tiente ponerme seria y hacer el consiguiente ridículo espantoso). El caso es que me siento, si no vieja, menos joven que antes.
Son los pequeños detalles los que me recuerdan que soy cada vez menos joven: los hombres que antes me miraban discretamente en el metro y hasta me dirigían una sonrisa, ahora miran a chicas de la edad de mis estudiantes. Creo que esa parte en concreto del envejecimiento no me pesa mucho: una de las cosas que tenemos que aprender las mujeres para sobrevivir y ser razonablemente felices es a no medir nuestra valía a través de los ojos de otros. Pero eso no quita que un piropo bien lanzado solía levantar la autoestima de buena mañana. Si tan sólo pudiéramos tener la autoestima alta en la misma época de la vida en la que se tienen los pechos y los glúteos altos... qué mujeres seríamos, señores. Pero no. La vida funciona como una polea: cuando los unos bajan, la otra sube. Para equilibrar, imagino.
Otra de las cosas que contribuye a esta sensación, aparte de trabajar con gente de veinte tacos que puede ingerir cantidades asombrosas de grasa saturada y azúcar ante mis ojos y embutirse en unos vaqueros pitillo de talla negativa, es que cada vez más a menudo empiezo a tener esa impresión de déjà vu. La atribuyo a que de vez en cuando hay cosas (olores, sabores o canciones, sobre todo) que extraen recuerdos de las profundidades del disco duro, memorias que no recordabas guardar ahí, cuidadosamente dobladas y envueltas en papel de seda. Cuando empiezas a ser consciente de la gran cantidad de recuerdos que conservas así, es cuando empiezan a servir de unidad de medida de lo vivido. Que empieza a ser bastante. Y ya ni os cuento si empiezas a ver morir a gente que quieres. El reloj comienza definitivamente a imponer su tictac, tictac. Hoy ha muerto Juan Gelman, uno de mis poetas preferidos de antaño. Bueno, ya. Acabo de rozar mi límite personal: nunca hablo de la muerte antes de las ocho de la mañana. Y sin haber tomado un café.
Todo esto viene a que el otro día andaba yo medio trabajando medio leyendo tonterías en facebook, ese gran invento para perder el tiempo sin hacer nada interesante como escribir, salir al mundo exterior o prestar atención a la gente que te rodea, cuando una canción de los ochenta que compartió una amiga hizo que una de esas cajas de recuerdos se abriera con un «¡pop!» repentino. Lo peor es que el recuerdo en sí es lamentablemente corto y en su mayor parte difuso, salvo alguna imagen sorprendentemente nítida. Como ya es bastante que esté escribiendo un post sin ni siquiera una receta para justificar este empeño mío en pensar que lo que lanzo al ciberespacio puede sentarle bien a alguien, encima no voy a aturdiros con recuerdos de mis años mozos.
Sólo diré, pues, que este recuerdo en concreto tenía guardada en el papel de seda la cara de un chico de diecinueve o veinte años, de pelo castaño, anchos hombros y un cuerpo curiosamente adulto para una cara tan joven, para un par de ojos tan limpios y aún no cargados de historias. Mi yo de veinte años volvía de una de sus innumerables noches de juerga, tarde, cuando tarde empieza a ser pronto, y en ese recuerdo aún huelo la humedad del aire de antes de despuntar el día, las hojas mojadas de los árboles del parque, siento el frío penetrando la ropa insuficiente, el sueño que me pesa en los párpados, la sorpresa del encuentro con este chico con el que ha habido más desencuentros que reuniones, no por nada en especial, sino porque hay gente con la que quisieras pasar más tiempo y sólo aparecen en tu vida así, de pasada, en estaciones de autobús, en colas de secretaría, en finales de noche de fiesta. El encuentro siempre es fugaz y siempre lleno de posibilidades, los dos lo dejan pasar y se dicen que están destinados a encontrarse de nuevo otra vez. Tienen la certitud esa tan joven de disponer de todo el tiempo del mundo. Así que tu yo de veinte años habla con él, los dos pares de ojos enlazados, la distancia cautelosa, tu yo de entonces dice algo que quiere ser inteligente y divertido a la vez, mirando su boca, sus ojos, su boca. Esa veinteañera que era yo no dudaba en lanzarse y arrepentirse de lo vivido, en lugar de arrepentirse de no haberlo intentado. Pero no entonces. No esa noche. No con él. Él parece andar en el mismo debate interno. Y los dos se besan prudentemente en las mejillas, y se despiden sin saber que no volverán a verse hasta veinte años más tarde.
¿Qué tiene que ver este recuerdo con el sentirse vieja? Supongo que es porque no creo en el destino. Me inclino al ateísmo, no creo en ningún tipo de designio superior que haya trazado de antemano nuestros caminos. Nuestros caminos los vamos trazando nosotros, como podemos, aunque, en su mayor parte, la vida es una caótica suma de azares. Pensar que controlamos nuestro destino es uno de los absurdos que nos han enseñado y que tenemos que desaprender cuando crecemos. Elegimos algunas cosas, cierto. Como uno de esos libros de «elige tu propia aventura», cada giro en el camino, cada tangente que tomamos nos obliga a renunciar a otros caminos posibles. Estamos eligiendo el final de la historia que nos apetece vivir en ese momento, pero no estamos viviendo muchos otros finales dispares. Firmemente convencida de que la nostalgia es un lastre, una vez elegido el camino no suelo mirar atrás. A fuerza de conducir mirando sólo al retrovisor uno puede terminar empotrado en un árbol. Debe de ser, pues, la edad, la que hace que ahora de vez en cuando eche un vistazo atrás. No muy largo, sólo una ojeada a lo que podría haber sido. Eso es envejecer (¿madurar?) para mí: no es la falta de posibilidades de vivir una vida diferente, es empezar a contar todas las vidas que has ido dejando atrás y asombrarte del número. Y cuando te gusta escribir, la ventaja es que durante el momento que dura la ficción puedes elegir otro final a tu historia, el final en el que te pones de puntillas y le plantas un beso al chico de la mirada brillante. O en el que, cuando lo encuentras veinte años después, unas cuantas penas y aventuras más tarde, cuando ya no es un chico sino un hombre, en lugar de trabar de nuevo la mirada en la suya, en el mismo parque, y limitarte a abrazarlo un poco más fuerte que lo meramente amistoso, tomas otro desvío, eliges un final alternativo. No necesariamente mejor que el que vives ahora, sólo diferente. Porque cuando seas (más) viejo, recordarás los besos que no has dado más que algunos que diste.
Basta
por esta noche
cierro la puerta
me pongo el saco
guardo los papelitos
donde no hago sino hablar de ti
mentir sobre tu paradero
cuerpo que me has de temblar
Ya te digo yo que es la edad...sino no hay explicación o yo no se la encuentro...no me gusta nada mirar hacia tras...pero últimamente me ha pasado alguna que otra vez y .........por narices!! Bss
ResponderEliminarNo, no es la edad. Lo que ocurre es que ahora vive una vida más estable (desconozco la vida que ha llevado hasta ahora). Con un año más de los que tú tienes ahora, mi vida dio un vuelco de 180 grados, empecé de nuevo, desde cero. Nunca miraba atrás ni pensaba en el pasado, porque cada día era una aventura, y la mayoría de las veces tierra ignota. Cinco años después, mi vida se ha vuelto a normalizar. Y es ahora cuando miro atrás y cuando pienso en las cosas que he vivido, la gente que he conocido y ha quedado atrás, lo diferente que es la vida que estoy viviendo a la que planeé vivir... No. No es la edad.
ResponderEliminarLeo tus palabras y parece que me lees el pensamiento....
ResponderEliminarMe siento igual solo que ya llegue a los 45 y todavia no me lo creo.....
Saludos.
Nada que decir, tan sólo el hecho de que alginos hombres que antes te dedicaban una sonrisa y una mirada ahora te la hurtan no es prueba de tu envejecimiento,sino de su mal gusto. Reguapa.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarBonito texto.
ResponderEliminarY me das envidia, yo estoy tan peleado con mi pasado que ni me doy cuenta que envejezco.
Qué tendrán esos besos no dados que siguen mandando a nuestra mente escenas de película.
ResponderEliminarProbablemente besara mal, pero eso no lo sabremos nunca.
Encantada de que hayas vuelto
¡Cómo me gusta leerte! aunque te prodigues poco busco tu blog para ver que has escrito. Yo tengo 55 y también me siento vieja, aunque lucho por evitarlo. Aunque estés tan lejos, te siento cercana.
ResponderEliminarSí debe ser la edad porque todos los que rebasamos la cuarentena tenemos las mismas sensaciones. No es que nos arrepintamos de decisiones no tomadas pero sí que es cierto que nos invade cierta curiosidad por saber qué podría haber sido si...
ResponderEliminarUn placer volver a leerte.
Vicent.
A veces también pienso en esas otras vidas. Será esa forma de fantasear una especie de vía de escape? El caso es que al final siempre me quedo con la actual, y eso me gusta.
ResponderEliminarMe encanta leerte :)
Soy mayor que tu y francamente no me siento viejo...mayor si, viejo no. Estoy seguro de que tu solo estas un poco nostalgica...la infancia, ahora si, empieza a quedar lejos. Bicos a moreas.
ResponderEliminar