El día dista bastante de ser glorioso. La noche que le ha precedido ha sido agitada, con una de esas tormentas de verano típicas de Québec, tormentas que normalmente suelen gustarme y mecerme antes de dormir, pero con unas rachas de viento que han arrasado con bastantes cosas a su paso, sobre todo en el patio trasero. Me tomo el primer café de la mañana paseándome aún en pijama, o en lo que hace las veces de, en este caso, unos bóxer de cuadros escoceses que monsieur M. conservaba de una vida pasada y que nunca ha utilizado, y una camiseta vieja que proclama a quien quiera leerla : Asociación Gay y Lesbiana Griega Ortodoxa. Se la compré a un antiguo alumno de la escuela en un gesto de solidaridad, y parece incomodar sobremanera a mi ultracristiana vecina de al lado. En mi paseo inspecciono los daños causados por el vendaval. Un par de tomateras rotas, uno de los cipreses tumbado, el enorme tiesto resquebrajado. Aparte de esas bajas, el resto de las plantas parece haber salido relativamente indemne.
Víctor, el gato albino y depresivo de mi vecina de arriba, aúlla su desdicha en el balcón. Víctor odia salir a tomar el aire matinal al balcón casi tanto como su dueña adora que salga. Víctor protesta, maúlla y berrea, y yo detesto a Víctor cuando lo hace. Sin parar de andar, tomo un sorbo de café, y por encima del borde de la taza le lanzo una mirada asesina. Él saca el cuello entre los barrotes del balcón, me mira momentáneamente silencioso y vuelve a empezar a bramar.
Tras haber luchado con la maceta gigantesca que contiene el ciprés y haber conseguido levantarla, y como el día se anuncia húmedo y caluroso, con esa viscosidad tropical que tienen los días de verano en Montreal, ya estoy cubierta de una fina película de sudor. Con una mano llena de tierra, me aparto el pelo pegado a la cara. Entro en casa dispuesta a ducharme, taza de café en mano, y veo que en lugar de una ducha, voy a poder nadar a la braza en el cuarto de baño. Genial. Por lo que veo, la vecina, la torturadora de gatos albinos, ha tenido de nuevo un problema con la lavadora. Aún chapoteando, la llamo por teléfono para anunciarle que tengo una piscina cubierta en el baño y parte de la cocina, y pedirle que corte el agua. Voy a buscar la fregona y digo mentalmente adiós al segundo café del día acompañado del periódico, mi lujo de los sábados -es el único día en el que tengo tiempo de remolonear un poco y de leer tranquilamente-.
Monsieur M. se ha ido a las siete de la mañana, a practicar el deporte nacional quebequés en cuanto empieza el buen tiempo: la mudanza. Cuando uno está a falta de mudanzas propias (piscina interior o no, doy gracias de no deber mudarme este año), ayuda a los amigos y familia a mudarse. Algunos de nuestros amigos se mudan hasta dos veces al año (no sé ni por qué se molestan en deshacer las cajas), así que no faltan ocasiones de hacer ejercicio. Dado el tamaño homérico de mi quebequés de marido, estoy segura de que van a cargarle con lo mejor : se va a pasar el día maniobrando sofás, cocinas eléctricas y frigoríficos de talla americana (doble puerta) por escaleras montrealesas en ángulos imposibles.
Víctor, el gato albino y depresivo de mi vecina de arriba, aúlla su desdicha en el balcón. Víctor odia salir a tomar el aire matinal al balcón casi tanto como su dueña adora que salga. Víctor protesta, maúlla y berrea, y yo detesto a Víctor cuando lo hace. Sin parar de andar, tomo un sorbo de café, y por encima del borde de la taza le lanzo una mirada asesina. Él saca el cuello entre los barrotes del balcón, me mira momentáneamente silencioso y vuelve a empezar a bramar.
Tras haber luchado con la maceta gigantesca que contiene el ciprés y haber conseguido levantarla, y como el día se anuncia húmedo y caluroso, con esa viscosidad tropical que tienen los días de verano en Montreal, ya estoy cubierta de una fina película de sudor. Con una mano llena de tierra, me aparto el pelo pegado a la cara. Entro en casa dispuesta a ducharme, taza de café en mano, y veo que en lugar de una ducha, voy a poder nadar a la braza en el cuarto de baño. Genial. Por lo que veo, la vecina, la torturadora de gatos albinos, ha tenido de nuevo un problema con la lavadora. Aún chapoteando, la llamo por teléfono para anunciarle que tengo una piscina cubierta en el baño y parte de la cocina, y pedirle que corte el agua. Voy a buscar la fregona y digo mentalmente adiós al segundo café del día acompañado del periódico, mi lujo de los sábados -es el único día en el que tengo tiempo de remolonear un poco y de leer tranquilamente-.
Monsieur M. se ha ido a las siete de la mañana, a practicar el deporte nacional quebequés en cuanto empieza el buen tiempo: la mudanza. Cuando uno está a falta de mudanzas propias (piscina interior o no, doy gracias de no deber mudarme este año), ayuda a los amigos y familia a mudarse. Algunos de nuestros amigos se mudan hasta dos veces al año (no sé ni por qué se molestan en deshacer las cajas), así que no faltan ocasiones de hacer ejercicio. Dado el tamaño homérico de mi quebequés de marido, estoy segura de que van a cargarle con lo mejor : se va a pasar el día maniobrando sofás, cocinas eléctricas y frigoríficos de talla americana (doble puerta) por escaleras montrealesas en ángulos imposibles.
Lo visualizo brevemente, rojo púrpura, cubierto en sudor, con esas correas de cuero que los transportistas se cuelgan de los hombros para levantar cargas pesadas, el carrillo aplastado contra la puerta de un frigorífico y dando instrucciones entrecortadas a su compañero de fatigas, y súbitamente mi tarea de pasar la fregona y absorber el estanque del baño no me parece tan dura. Termino, bajo al sótano con la fregona y el balde, y compruebo si el agua ha pasado a través del techo. Por el momento todo parece en orden. Fiú. En ese preciso momento, cuando ya me estoy viendo en la ducha, envuelta con una espuma que huele mucho mejor que yo, suena el timbre. Las nueve de la mañana, un sábado. O son los testigos de Jehová, o es Dan. A los primeros los ahuyenté hace meses. Subo las escaleras de mala gana, me quito de una patada las zapatillas mojadas y abro con cara de pocos amigos. Apoyado con una mano en cada jamba de mi puerta está Dan.
Dan, no muy alto (aunque me sobrepasa de al menos una cabeza), masivo, de una musculatura compacta, el pelo rubio oscuro salpicado de gris y extremadamente corto (costumbre de su pasado militar), una barba también corta, los ojos azules brillantes como este día veraniego, y la sonrisa insultantemente socarrona para lo pronto que es: - “Buenos días, beauté.”
Es curioso, Dan no es lo que la mayoría de las mujeres en la veintena, que han crecido con las retinas invadidas por esos cánones hollywoodienses de belleza masculina, llamarían un hombre guapo. Pero, en mi opinión, ninguna mujer podría decir que Dan es feo. Su nariz es un poco grande en proporción al resto de sus rasgos, lo cual sólo consigue darle a su cara un efecto aún más masculino y rotundo. Los labios son más bien finos, lo que normalmente confiere a cualquier boca un aire cruel, pero en su cara, siempre con una sonrisa traviesa, consigue parecer amable. Lo más impactante de su rostro son sus ojos. No soy una gran fanática de los ojos azules, que suelen parecerme más bien fríos, pero los suyos son de un tono entre gris y azul oscuro que atrae la mirada. Dan no se preocupa lo más mínimo por su forma de vestir, y lleva sus eternos camiseta y vaqueros viejos, ropa que a la que en invierno añade un polar y una parka. Creo que jamás le he visto llevar una camisa, no creo que ni siquiera posea una.
Este hombre se las arregla para lucir su habitual aire ligeramente machista de una manera en la que sirve justo para sacarme un poco de quicio, pero que no es lo suficientemente exagerada como para que lo odie abiertamente. Sospecho que lo hace adrede. Me mira de arriba abajo, sin molestarse lo más mínimo en disimularlo . –“Bonito conjunto.”
De mala uva, me hago a un lado para hacerle pasar, mientras siento que el estómago me gruñe, impaciente por un desayuno : -“No sabía que venías. De haberlo sabido, hubiera corrido a ponerme un vestido de cóctel y unos buenos tacones. Y después habría regado los tomates.”
Dan, entrando hasta la cocina –literalmente-, comenta : -“Yo tampoco sabía que había gays ortodoxos. Lo de griegos, es extrañamente apropiado, por el contrario.”
Yo lo sigo, pensando en tostadas con mantequilla y mermelada de grosellas, o miel. O las dos. -“La perdición está por todas partes.” Rebusco en la bolsa del pan, saco botes, plato y cuchillo, corto un par de buenas rebanadas y las lanzo en el tostador. –“Imagino que ya has desayunado. " Las nueve de la mañana de un sábado es más bien tarde en este país de locos.
De mala uva, me hago a un lado para hacerle pasar, mientras siento que el estómago me gruñe, impaciente por un desayuno : -“No sabía que venías. De haberlo sabido, hubiera corrido a ponerme un vestido de cóctel y unos buenos tacones. Y después habría regado los tomates.”
Dan, entrando hasta la cocina –literalmente-, comenta : -“Yo tampoco sabía que había gays ortodoxos. Lo de griegos, es extrañamente apropiado, por el contrario.”
Yo lo sigo, pensando en tostadas con mantequilla y mermelada de grosellas, o miel. O las dos. -“La perdición está por todas partes.” Rebusco en la bolsa del pan, saco botes, plato y cuchillo, corto un par de buenas rebanadas y las lanzo en el tostador. –“Imagino que ya has desayunado. " Las nueve de la mañana de un sábado es más bien tarde en este país de locos.
-"Sí."
-"¿Café?”, pregunto, sin volverme a mirarlo.
-“Está hecho, gracias.”, dice, una taza a su lado, mientras rellena la mía. Es lo que tiene Dan, sabe dónde está todo en esta cocina. –“¿Dónde está tu hombre?”
Ya sentada, un pie descalzo apoyado indolentemente en la barra de la silla frente a mí, untando con ganas –y mermelada- una tostada. –“Abrazando estrechamente frigoríficos.”
Dan me mira, alzando un poco las cejas en gesto de perplejidad, y tira de la silla en la que estoy apoyada, lo suficiente como para poder sentarse, pero no como para desalojar mi pie. Lo dejo donde está. Estoy en mi casa, qué diablos. Y si Dan va a venir a horas infames, y es capaz de tolerarme sin lavar ni peinar y beberse mi café, creo que puede tolerar mi pie. Por la manera en la que me roba la segunda tostada que tengo en el plato y se pone a untarla, no sólo no le molesta, sino que parece sentirse perfectamente cómodo. Lo miro con una mirada cargada de veneno. Dan mastica tranquilamente mi tostada y me sostiene la mirada impertérrito: - “No hay tiempo para gandulear. Termina esa tostada, vístete y nos vamos.”
Frunzo el ceño aún más, si es que es posible. –“Creía que ya habías desayunado. ¿Adónde, “nos vamos”?”
Dan responde igual de impasible, mirándome sin pestañear : -“Yo siempre tengo hambre." Pausa incómoda. Dan es un maestro en esto de crear pausas incómodas. Me sorprendo deseando súbitamente haberme vestido con algo más largo que un par de calzoncillos.
-“Está hecho, gracias.”, dice, una taza a su lado, mientras rellena la mía. Es lo que tiene Dan, sabe dónde está todo en esta cocina. –“¿Dónde está tu hombre?”
Ya sentada, un pie descalzo apoyado indolentemente en la barra de la silla frente a mí, untando con ganas –y mermelada- una tostada. –“Abrazando estrechamente frigoríficos.”
Dan me mira, alzando un poco las cejas en gesto de perplejidad, y tira de la silla en la que estoy apoyada, lo suficiente como para poder sentarse, pero no como para desalojar mi pie. Lo dejo donde está. Estoy en mi casa, qué diablos. Y si Dan va a venir a horas infames, y es capaz de tolerarme sin lavar ni peinar y beberse mi café, creo que puede tolerar mi pie. Por la manera en la que me roba la segunda tostada que tengo en el plato y se pone a untarla, no sólo no le molesta, sino que parece sentirse perfectamente cómodo. Lo miro con una mirada cargada de veneno. Dan mastica tranquilamente mi tostada y me sostiene la mirada impertérrito: - “No hay tiempo para gandulear. Termina esa tostada, vístete y nos vamos.”
Frunzo el ceño aún más, si es que es posible. –“Creía que ya habías desayunado. ¿Adónde, “nos vamos”?”
Dan responde igual de impasible, mirándome sin pestañear : -“Yo siempre tengo hambre." Pausa incómoda. Dan es un maestro en esto de crear pausas incómodas. Me sorprendo deseando súbitamente haberme vestido con algo más largo que un par de calzoncillos.
-"Sorpresa." Prosigue. -"Sorpresa culinaria, aclaro. Te va a gustar.”
Si hay algo que me irrite de veras, es que alguien decida por mí sobre el uso de mi tiempo, sobre lo que pueda gustarme o no y sobre cualquier otra cosa. Pero la alternativa de quedarme en casa y esperar a que salgan ranas en el cuarto de baño, o que a Víctor empiece a gustarle el aire libre, no me parece tan tentadora. Y en el tema culinario, Dan sabe lo que se hace. A monsieur M. y a mí nos llevó una vez a cenar al mejor restaurante japonés de Montreal. Y me atrevo a decir que a uno de los mejores del continente. Aún recuerdo todos y cada uno de los platos que nos sirvieron en aquella cena memorable. Así que cierro la boca –por el momento-, voy a buscar ropa limpia y me encierro en el cuarto de baño, que ha empezado a secarse. Tras la ducha, el desenredado de pelo y el cepillado de dientes, mi humor ha mejorado un poco. Mi aspecto, él, ha mejorado mucho. Salgo, y mientras compruebo el contenido del bolso, Dan lanza una mirada de aprobación a mi vestido de algodón.
-“Me encanta el verano”, dice con una de sus risitas, mientras le doy la espalda –generosamente descubierta- y me encamino a la puerta. Una breve pausa para calzarme unas sandalias planas y echarle una mirada aviesa.
-“Tengo un marido. Y es enorme.”
Dan me abre la portezuela del lado del copiloto de su camioneta, y me indica con un gesto exageradamente caballeroso el asiento, sigue sonriendo de forma irritantemente radiante y llena de dientes : -“Oh, lo hago por él. Alguien tiene que flirtear un poco con su chica, sacudirle el aburrimiento. Es bueno para las mujeres, las hace florecer.” Dice, con desfachatez.
Mientras Dan se sienta y mete la llave en el contacto, intento disimular lo colorada que me he puesto – y la rabia que me da- escarbando en el bolso. Todos los cumplidos que Dan suele soltarme sin ningún reparo me producen siempre un efecto contradictorio, mezcla de incredulidad (producto de un firme convencimiento de que se está riendo de mí), puro deleite, timidez y franca exasperación. Y estoy convencida de que Dan puede leer perfectamente en mi cara toda esa gama de emociones. Cosa que me exaspera aún más. Dan tiene la poco frecuente habilidad de hacerme sentir como si perdiera pie cada vez que lo veo.
Si hay algo que me irrite de veras, es que alguien decida por mí sobre el uso de mi tiempo, sobre lo que pueda gustarme o no y sobre cualquier otra cosa. Pero la alternativa de quedarme en casa y esperar a que salgan ranas en el cuarto de baño, o que a Víctor empiece a gustarle el aire libre, no me parece tan tentadora. Y en el tema culinario, Dan sabe lo que se hace. A monsieur M. y a mí nos llevó una vez a cenar al mejor restaurante japonés de Montreal. Y me atrevo a decir que a uno de los mejores del continente. Aún recuerdo todos y cada uno de los platos que nos sirvieron en aquella cena memorable. Así que cierro la boca –por el momento-, voy a buscar ropa limpia y me encierro en el cuarto de baño, que ha empezado a secarse. Tras la ducha, el desenredado de pelo y el cepillado de dientes, mi humor ha mejorado un poco. Mi aspecto, él, ha mejorado mucho. Salgo, y mientras compruebo el contenido del bolso, Dan lanza una mirada de aprobación a mi vestido de algodón.
-“Me encanta el verano”, dice con una de sus risitas, mientras le doy la espalda –generosamente descubierta- y me encamino a la puerta. Una breve pausa para calzarme unas sandalias planas y echarle una mirada aviesa.
-“Tengo un marido. Y es enorme.”
Dan me abre la portezuela del lado del copiloto de su camioneta, y me indica con un gesto exageradamente caballeroso el asiento, sigue sonriendo de forma irritantemente radiante y llena de dientes : -“Oh, lo hago por él. Alguien tiene que flirtear un poco con su chica, sacudirle el aburrimiento. Es bueno para las mujeres, las hace florecer.” Dice, con desfachatez.
Mientras Dan se sienta y mete la llave en el contacto, intento disimular lo colorada que me he puesto – y la rabia que me da- escarbando en el bolso. Todos los cumplidos que Dan suele soltarme sin ningún reparo me producen siempre un efecto contradictorio, mezcla de incredulidad (producto de un firme convencimiento de que se está riendo de mí), puro deleite, timidez y franca exasperación. Y estoy convencida de que Dan puede leer perfectamente en mi cara toda esa gama de emociones. Cosa que me exaspera aún más. Dan tiene la poco frecuente habilidad de hacerme sentir como si perdiera pie cada vez que lo veo.
Me mira de soslayo, aún con esa sonrisa, y bruscamente, se inclina hacia mí. De golpe, lo tengo de frente, invadiendo todo mi campo visual, lo bastante cerca como para olerlo: una mezcla de jabón y un olor a hierbas sorprendentemente fresco, como a romero. Me pongo todavía más nerviosa, noto una oleada de calor que me sube de las clavículas hasta la raíz del pelo y estoy segura de que tengo la cara color remolacha.
Él alcanza mi cinturón de seguridad, la otra mano apoyada en el respaldo de mi asiento, y con toda naturalidad y la nariz a tres centímetros de la mía, me ata el cinturón, como si fuera una niña pequeña, acentuando aún más esa incómoda sensación que tengo de no controlar absolutamente nada. De nuevo me sostiene la mirada durante lo que me parece un siglo. Carraspeo sonoramente: –“A-JEM. ¿Has oído hablar del concepto de “espacio personal”?”
-“Creía que era un invento de nosotros los nórdicos, crónicamente fríos y distantes.” Dice, sin moverse un milímetro.
-“Pues no. Algunos mediterráneos apreciamos el concepto. Y a mí me educaron sin toqueteo ni proximidad. Así que vengan esa frialdad y esa distancia.”
Como si no me hubiera oído, Dan arranca y comenta, sacudiendo la cabeza : -“Tu marido será enorme, pero prefiere abrazar frigoríficos. Incomprensible.”
Sin decir mucho más, Dan toma la metropolitana y cruzamos una buena parte de la isla de Montreal. Cuando sale de la autovía, estamos muy cerca del puente Jacques Cartier, casi debajo. Desde tan cerca, la estructura metálica del puente es impresionante. Pasamos a toda velocidad por delante de naves industriales con aspecto abandonado, y párkings deprimentes bajo los cimientos del puente. Creo que en mis paseos de exploración de mis primeros tiempos en Montreal nunca llegué hasta aquí, y no me extraña: no hay gran cosa que ver. Me recuerda a los barrios industriales del extrarradio a orillas de la ría de Bilbao, pero a gran escala.
- “¿Sería mucho pedir que me expliques adónde me llevas?”
Mirada juguetona, Dan se muerde el labio inferior y me suelta un : -“Grr”, sin dejar de conducir.
- “¿Tengo que empezar a pensar en patearte los testículos?”, pregunto con ligereza, mientras miro por el retrovisor de mi lado.
Dan parece considerar seriamente mi pregunta. –“Uhm. Para eso, lo ideal es estar de pie. Así, sentada, no sé… ¿no ves cómo te vendrían bien las clases de aikido que te ofrecí?”
Entre otras cosas, además de un gastrónomo apasionado y ebanista amateur, Dan es un ex-militar reconvertido a civil que se gana la vida como profesor de varias artes marciales. Tiene suficientes cinturones negros como para atarse todos los pantalones que utilice por el resto de sus días. Y desde que le conté mi breve experiencia y rápido enamoramiento del karate, se ha empeñado en que estoy hecha para el aikido. Monsieur M., que comparte esa pasión por el arte de darse de hostias a la japonesa, me sugiere el kendo. Imagino que acabaré probando los dos, ya que parece que todos los hombres que conozco me imaginan perfectamente zurrándome en un tatami.
Terminamos por frenar delante de lo que parece otro hangar industrial, sólo que éste está cuidado y no parece abandonado. Frente a la puerta hay bastantes coches aparcados, un par de jardineras intentan (en vano) embellecer el sitio con unas incongruentes petunias rosas, y un letrero anuncia la pescadería de Takeshi: pescados y mariscos finos.
-“Aaah.” Digo. –“Ahora lo entiendo.”
Con aire satisfecho, él responde : -“Takeshi ha hecho aikibudo conmigo muchos años. Vende a los mejores restaurantes. Hoy comemos sashimi de atún, beauté.”
Aparcamos junto a la nave vecina, enroñecida y rodeada de containers llenos de basura. Dan recoge un paraguas del asiento trasero (el cielo está de un gris oscuro amenazador), saltamos del camión, y entramos en el paraíso marino de Takeshi. Como a cualquier vasco criado con mucho pescado, no me doy cuenta de cómo hecho de menos la frescura y variedad de ese alimento hasta que me paseo por una pescadería digna de ese nombre, algo casi imposible de encontrar en Montreal. Mientras Dan se acerca al mostrador a saludar a su amigo, echo una ojeada apreciativa a los enormes peces espada que reposan sobre montañas de hielo, a las sardinas y arenques, a las pilas de gambas, a los pulpos y a los acuarios con centollos y bogavantes vivos. El precio del bogavante es ridículamente bajo, como siempre en esta época del año en Québec. Un letrero pegado al acuario informa –en inglés, francés y japonés- que los bogavantes se cuecen al momento. Uno de los dependientes se acerca y elijo al que va a ser sacrificado.
Un rato más tarde, Dan y yo salimos, con varias bolsas en las manos. He comprado un bogavante enorme para hacer sándwiches al estilo de Nueva Escocia. Aún está caliente, acaba de salir del horno a vapor. Dan planea felizmente el sashimi que nos va a preparar con el atún fresquísimo que ha comprado.
Cuando pasamos delante de los containers tras los que hemos aparcado, una silueta sale corriendo de entre las dos paredes de metal y choca conmigo (o eso es lo que siento al principio); un tirón del asa del bolso me indica que el choque no es accidental. Dan va por delante de mí y no lo ha visto venir. Un rincón lejano de mi cerebro me dice, con curiosa lentitud, que parece que están intentando robarme el bolso. Otro rincón registra que las manos del tipo me aferran el hombro y el brazo con fuerza suficiente como para hacerme marcas (mañana tendré las sombras moradas de sus dedos), y que huele mal. Una última neurona despistada comenta, de forma casual y con mucha calma, que el tipo invadiendo mi espacio personal (dos veces en la misma mañana) y tirando de mi bolso podría ser peligroso, podría llevar un cuchillo. Que tendría que cederle el bolso, sería lo más inteligente.
-“Creía que era un invento de nosotros los nórdicos, crónicamente fríos y distantes.” Dice, sin moverse un milímetro.
-“Pues no. Algunos mediterráneos apreciamos el concepto. Y a mí me educaron sin toqueteo ni proximidad. Así que vengan esa frialdad y esa distancia.”
Como si no me hubiera oído, Dan arranca y comenta, sacudiendo la cabeza : -“Tu marido será enorme, pero prefiere abrazar frigoríficos. Incomprensible.”
Sin decir mucho más, Dan toma la metropolitana y cruzamos una buena parte de la isla de Montreal. Cuando sale de la autovía, estamos muy cerca del puente Jacques Cartier, casi debajo. Desde tan cerca, la estructura metálica del puente es impresionante. Pasamos a toda velocidad por delante de naves industriales con aspecto abandonado, y párkings deprimentes bajo los cimientos del puente. Creo que en mis paseos de exploración de mis primeros tiempos en Montreal nunca llegué hasta aquí, y no me extraña: no hay gran cosa que ver. Me recuerda a los barrios industriales del extrarradio a orillas de la ría de Bilbao, pero a gran escala.
- “¿Sería mucho pedir que me expliques adónde me llevas?”
Mirada juguetona, Dan se muerde el labio inferior y me suelta un : -“Grr”, sin dejar de conducir.
- “¿Tengo que empezar a pensar en patearte los testículos?”, pregunto con ligereza, mientras miro por el retrovisor de mi lado.
Dan parece considerar seriamente mi pregunta. –“Uhm. Para eso, lo ideal es estar de pie. Así, sentada, no sé… ¿no ves cómo te vendrían bien las clases de aikido que te ofrecí?”
Entre otras cosas, además de un gastrónomo apasionado y ebanista amateur, Dan es un ex-militar reconvertido a civil que se gana la vida como profesor de varias artes marciales. Tiene suficientes cinturones negros como para atarse todos los pantalones que utilice por el resto de sus días. Y desde que le conté mi breve experiencia y rápido enamoramiento del karate, se ha empeñado en que estoy hecha para el aikido. Monsieur M., que comparte esa pasión por el arte de darse de hostias a la japonesa, me sugiere el kendo. Imagino que acabaré probando los dos, ya que parece que todos los hombres que conozco me imaginan perfectamente zurrándome en un tatami.
Terminamos por frenar delante de lo que parece otro hangar industrial, sólo que éste está cuidado y no parece abandonado. Frente a la puerta hay bastantes coches aparcados, un par de jardineras intentan (en vano) embellecer el sitio con unas incongruentes petunias rosas, y un letrero anuncia la pescadería de Takeshi: pescados y mariscos finos.
-“Aaah.” Digo. –“Ahora lo entiendo.”
Con aire satisfecho, él responde : -“Takeshi ha hecho aikibudo conmigo muchos años. Vende a los mejores restaurantes. Hoy comemos sashimi de atún, beauté.”
Aparcamos junto a la nave vecina, enroñecida y rodeada de containers llenos de basura. Dan recoge un paraguas del asiento trasero (el cielo está de un gris oscuro amenazador), saltamos del camión, y entramos en el paraíso marino de Takeshi. Como a cualquier vasco criado con mucho pescado, no me doy cuenta de cómo hecho de menos la frescura y variedad de ese alimento hasta que me paseo por una pescadería digna de ese nombre, algo casi imposible de encontrar en Montreal. Mientras Dan se acerca al mostrador a saludar a su amigo, echo una ojeada apreciativa a los enormes peces espada que reposan sobre montañas de hielo, a las sardinas y arenques, a las pilas de gambas, a los pulpos y a los acuarios con centollos y bogavantes vivos. El precio del bogavante es ridículamente bajo, como siempre en esta época del año en Québec. Un letrero pegado al acuario informa –en inglés, francés y japonés- que los bogavantes se cuecen al momento. Uno de los dependientes se acerca y elijo al que va a ser sacrificado.
Un rato más tarde, Dan y yo salimos, con varias bolsas en las manos. He comprado un bogavante enorme para hacer sándwiches al estilo de Nueva Escocia. Aún está caliente, acaba de salir del horno a vapor. Dan planea felizmente el sashimi que nos va a preparar con el atún fresquísimo que ha comprado.
Cuando pasamos delante de los containers tras los que hemos aparcado, una silueta sale corriendo de entre las dos paredes de metal y choca conmigo (o eso es lo que siento al principio); un tirón del asa del bolso me indica que el choque no es accidental. Dan va por delante de mí y no lo ha visto venir. Un rincón lejano de mi cerebro me dice, con curiosa lentitud, que parece que están intentando robarme el bolso. Otro rincón registra que las manos del tipo me aferran el hombro y el brazo con fuerza suficiente como para hacerme marcas (mañana tendré las sombras moradas de sus dedos), y que huele mal. Una última neurona despistada comenta, de forma casual y con mucha calma, que el tipo invadiendo mi espacio personal (dos veces en la misma mañana) y tirando de mi bolso podría ser peligroso, podría llevar un cuchillo. Que tendría que cederle el bolso, sería lo más inteligente.
Pero he dormido mal y apenas he desayunado, hace un calor pegajoso, y este hombre apesta y me está haciendo daño: noto cómo mi irritación se transforma en franca rabia. Todas esas partes de mi cerebro no suenan especialmente estresadas ni son especialmente rápidas, y no pueden competir con el brote de furia que me invade. El contenido del bolso ni siquiera me pasa por la mente, sólo una frase digna de un crío de cuatro años: el bolso es mío, y el brazo también. Así que mi cuerpo decide actuar por su cuenta. Una visión de mi rodilla hundiéndose en la entrepierna de mi agresor pasa flotando, pero mi cuerpo la descarta: el hombre está de lado, no lo suficientemente centrado, tendría que retorcerme y si me debato eso podría desencadenar que me haga realmente daño. Tengo las dos manos ocupadas: una aferra el asa del bolso, que llevo colgado del hombro, y ahora está ocupada resistiendo al tirón. La otra sujeta la bolsa de plástico con el monstruoso bogavante dentro.
El recuerdo del tamaño del bicho, así como la sensación de peso son suficientes: mi cuerpo ha decidido. El brazo con la bolsa, en mi lado libre, toma impulso balanceándose hacia atrás y de forma impersonal, disociada de mí misma y de mis acciones, veo como el monstruoso crustáceo se estrella con fuerza contra la frente del tipo. También veo una de las pinzas del animal salir volando fuera de la bolsa. Oigo un ruido curiosamente fuerte, como el de una cáscara de coco: -“¡CLOC!” Y el tipo suelta mi bolso y mi brazo, y se lleva las manos a la cabeza. Todo esto ha transcurrido en tan sólo unos segundos, pero Dan ha registrado lo que pasa, y con un movimiento extrañamente deliberado y fluído, usa el paraguas que llevaba bajo el brazo y con una gracia de bailarín barre la parte trasera de las rodillas del hombre, que se desploma pesadamente. En la frente luce una mancha rojo oscuro, que parece el comienzo de un chichón considerable. Parece momentáneamente sonado.
Dan apoya la punta del paraguas en el pecho del tipo, aunque éste no parece tener la intención de levantarse. Me mira, serio, y me pregunta: -“¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?”
Dan apoya la punta del paraguas en el pecho del tipo, aunque éste no parece tener la intención de levantarse. Me mira, serio, y me pregunta: -“¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?”
Lo único que se me ocurre decir es : -“Mierda. He perdido una pinza. Y es la parte favorita de monsieur M.” Miro en la dirección en la que la he visto salir volando. Dan me mira, asombrado: -“¿Eso es todo lo que te preocupa? ¿La pinza del bicho?”
Me defiendo, el entrecejo fruncido : -“Sí. No volveré a encontrar un bogavante tan fresco como aquí.”
A Dan le sale una risotada. Mira al hombre tumbado en el asfalto mojado y me pregunta: -“¿Y éste? ¿Qué hacemos con él? ” El hombre, un tipo joven, no llega a los treinta, con la cara curtida y el pelo largo, de un rubio pajizo y lleno de mugre, lo mira con ojos aterrorizados.
- “¿Qué quieres que hagamos con él que no hayamos hecho ya? Está tirado en el suelo.”
Dan me mira como si hablara con un niño un poco lento, con paciencia : -“Ehm, ¿llamar a la poli? Ha intentado robarte el bolso, y te ha dado una buena sacudida.” El tipo me mira, angustiado.
Frotándome el brazo, pensativa, digo: -“Naah. Nos vamos a eternizar en la comisaría. Y hace calor, y llevamos pescado. Y él también se ha llevado una buena sacudida.”
-“¡Tiene razón!”, asiente fervientemente el pobre tipo.
-“Tú calla.” Dice Dan, dándole un toque con el paraguas. Me mira: -“¿No quieres practicar alguna llave de aikido con él? Ya puestos… Es una gran ocasión para enseñarte en contexto real.”
-“¡Tiene razón!”, asiente fervientemente el pobre tipo.
-“Tú calla.” Dice Dan, dándole un toque con el paraguas. Me mira: -“¿No quieres practicar alguna llave de aikido con él? Ya puestos… Es una gran ocasión para enseñarte en contexto real.”
El tipo lo mira aterrorizado y echa las manos al suelo, para después intentar levantarse : -“¡No!”
Dan lo agarra del codo, con bastante brusquedad, y lo levanta de un tirón. Una vez de pie, Dan no hace ademán de soltarle el codo. Se dirige a él, razonable: -“Vamos, hombre, deja que la dama practique un poco. Mírala, si pesas treinta kilos más que ella.”
Yo, picada: -“Pesará más, pero lo he parado en seco de un langostazo.”
Nunca hubiera imaginado que terminaría diciendo una frase así.
Dan me mira con orgullo: -“Claro, beauté. Lo llevas en la sangre. Ya tienes los reflejos. Te falta la técnica. Y cuanto más grandes, más duro caen.” Hablando al tipo: -“Venga, tú dejas que la señora te sacuda un poco y aquí no ha pasado nada.”
Mi agresor se debate un poco y empieza a protestar débilmente. Lo miro un momento, considerando la idea, pero la descarto cuando veo la cantidad de mugre que cubre al ladrón de bolsos. Sólo la idea de agarrarle una muñeca para hacerle una llave me repele.
Sacudo la cabeza. -"Suéltalo, Dan. Hace demasiado calor para pelearse."
Dan lo suelta, con aire un poco decepcionado. El hombre sale corriendo, tropieza una vez, está punto de caerse, se incorpora, y sigue corriendo. Sin decir nada, Dan me coge la bolsa de la mano, abre primero mi portezuela, me ayuda a subir y espera a que me siente, la cierra, rodea la camioneta, entra y deja las bolsas y el paraguas en el suelo frente al asiento trasero.
Mientras Dan pone en marcha el motor, saco la cabeza por la ventanilla mirando aún el asfalto del párking: -"Pena, me habría gustado encontrar la pinza. Era gigantesca."
BOCADILLO DE BOGAVANTE DE AUTODEFENSA (AL ESTILO DE NUEVA ESCOCIA)
INGREDIENTES:
- Un buen pan (el de centeno va estupendo )
- Un bogavante cocido, lo más fresco posible, de buen tamaño (yo prefiero las hembras)
- Mayonesa
- Cebollino, chalotas o apio
- Lechuga
- Rodajas de tomate (en mi versión)
PREPARACIÓN
Picar el cebollino o el apio, y el bogavante cocido. Salpimentarlo todo ligeramente y mezclarlo con un poco de mayonesa. Meter entre pan con la lechuga y el tomate. Acompañar de ensalada de patatas o de patatas chips, de ensalada de col y de una Boréale :-).
Está visto que tampoco era el día glorioso de ese pobre agresor, que hasta pena me da, mira que atacar a una bilbaína con un bogavante en mano... en fin, las desventajas del desconocimiento cultural, supongo.
ResponderEliminarMaja, con este calor (andamos parecios), ese Dan y las hormonas estas de los treinta y muchos... me voy a dar una ducha.
Suscribo lo que dice Noema... Ese tipo no te lee, seguro... Si no, ni se acerca... Ja,ja.
ResponderEliminarSaludos
Ejem. ¡Qué capacidad la tuya para dibujar imágenes en la mente de tus lectores! El gato, el calor, la pinza del bogavante volando por los aires, el abrazo al frigorífico y el grandullón de ojos azules poniéndote el cinturón.
ResponderEliminarEn mi desayuno con tostadas y café leo tu blog. El periódico lo dejo para después. Me gustas más tú.
No sé Arantza, creo que deberías recopilar tus recetas y escritos y publicar. Estoy dispuesta a hacer promoción, aunque sea el boca a boca.
(Tengo una amiga, perdón, conocida, que ha publicado un libro titulado "No sin mi asistenta". Fíjate!!!!)
Si tú no publicas lo tuyo, definitivamente este mundo es injusto.
Voy a comprar un bogavante.
Esperanza.
Perdón. Se me olvidó ponerte la dirección del susodicho librito
ResponderEliminarhttp://www.nosinmiasistenta.com/
una delicia de bocadillo y un relato excelente, como siempre. Nunca un bogavante hizo tanto daño, pena que quedara manco, siempre hay efectos colaterales ;)
ResponderEliminarSalu2, Paula
http://conlaszarpasenlamasa.cultura-libre.net
Jaaaaaaaaaaa jajajajajaj esa arantxa que no se me acoquineeeeeee. Yo pensé que solo se golpeaba el pulpo, pero mira, ahora me entero de que el bogavante (y los chorizos=rateros también). Ese Dan grrrrrrr con lo que me ponen a mí los chulossssss, de los nervios me ponen jajajja.
ResponderEliminarUn besuco.
Bueno, ¡esta vez dijiste testículos en contexto! ;P Por cierto... que pa' bien puestos, los tuyos :D:D:D ¡Lástima de pinza!¡Besos!
ResponderEliminarHoy con tu permiso solo paso a saludar. Con todo el bocadillo tiene una pinta estupenda. Un bico enorme. Muac
ResponderEliminarMágnífico! Ahora me pensaré más aún meterme con una neskita. Siento lo de las tomateras. Y qué mas... Ah, sí, adoptad a Dan, por favor! O traéroslo a hacer un tour por España!
ResponderEliminarUn abrazo, Arantza
Eres una artistaza contando historias, divertidas y que enganchan. Y ese bocadillo de bogavante debe de ser de fácil acceso en Canada, como aquí uno de calamares ¿no? :-)
ResponderEliminarMuy buena la historia, y oye, ¡lo mismo puedes patentar una nueva técnica de autodefensa femenina! ()siempre quitándole las pinzas al bicho, claro.
ResponderEliminarEl bocadillo debe de estar buenísimo, pero me parece que habrá que pasarse por tu pueblo a comerlo, que aquí sale algo más caro...
Por cierto, anoche vimos 'Les invasions barbares' y nos preguntamos si los hospitales de Montreal son realmente como los pintan... en tal caso mejor llevar una vida sana :S
que buen relato... que detalle y al final que ganas de comerse ese sandwich de bogavante inimaginable!
ResponderEliminarEs lunes por la mañana, he llegado un poquito tarde a la oficina y, aunque no tengo mucho trabajo pendiente, sería conveniente que me pusiese a hacer esas pequeñas tareas por las que mi santa empresa tiene a bien pagarme religiosamente todos los meses...
ResponderEliminar¿Y qué estoy haciendo desde hace más de media hora??.....Siiiiiii, no puedo dejar de leerte e imaginar cada una de tus "andanzas"...me siento practicamente como si estuviesemos charlando por teléfono, y esta conversación estuviese llena de "¡ah!" "ohhhh" "no me digas"....
Niña, no sé como lo haces...pero sé que lo haces muy bien ;-D
Haré esta receta sin falta y prontito, este mes es el cumple de mi enana y estoy segura que a los padres les va a gustar la idea.
Por cierto, me acorde de ti esta semana, encontré jenjibre confitado!!! en el Club del Gourmet del Corte Ingles aún se deben de acordar de la loca que se reía sola!! jajajajaja...
Un beso!
Creo recordar que ya he pedido disculpas por la cruel falta de acentos, pero es lo que tiene hacer varias cosas a la vez....por que yo trabajar, estoy trabajando...que conste!!
ResponderEliminarPerdón!!! (es que algunos me duelen hasta a mi cuando me leo)
Pues a mi quien me da pena es el pobre ladrón, todos ahí que si el bogavante, que si el bogavante y yo me imagino al pobre ladrón en el suelo, que me venía a la mente al suplicante de Kafka.
ResponderEliminarArantxa magnífica, tus relatos me transportan a los años 40 y te imagino con tu vestido de tubo, a media pantorrilla y a Dan, tan ... Vamos, un Bogart musculoso y rubio. Luego la emoción, casi thriller. De verdad que escribes muy bien.
Un abrazo
:-)))) me parto. Yo, a diferencia de Noema, estoy situada entre una corriente de aire bien maja así que los calores del Dan y del ataque de risa por la pinza son más llevaderos. Es curioso como este hombre cada día me tira más... mira que al principio me pareció un poco gorililla el tipo pero cada vez me deja más perdida en fantaseos... bueno, a despertar que de nuevo, se acerca la hora de poner rumbo al kindergarten y aquí ando sin hacer el huevo mirando bocadillos autodefensa y buscando la pinza,
ResponderEliminarKss
Pues yo secundo totalmente en serio la moción de que publiques... es un comentario que ha pasado un poco de puntillas y que para mí es el comentario del día. Ya una vez te dije que lo que más me gusta de tu blog son tus relatos, y hoy creo que el certero dibujo que has hecho de Dan y de la ralentización que tenía lugar en tu mente durante el amago de robo justifican sin lugar a duda una incursión literaria impresa... y preciso el "impresa" porque lo que haces aquí yo ya lo califico de literatura...
ResponderEliminarMuchas gracias por tus relatos y muchos saludos admirados desde Madrid.
María
Arantza, yo se que eres una mujer casada y que tu marido es enorme, pero POR FAVOR más relatos de Dan, creo no ser la única a la que le has arrancado suspiros y una que otra fantasía ;)
ResponderEliminar¡Bravo!
Noema; ya debes de andar por este lado del charco, así que ya habrás empezado a saborear estos calores "muggy & humid". A ver si puedo presentarte a Dan cuando vengas... ;-)
ResponderEliminarMaría: yo creo que si el pobre robabolsos puediera leer en múltiples idiomas (o pudiera leer, punto), hubiera pensado en otro tipo de carrera profesional.
Esperanza: gracias por los piropos y por tomarte el café en compañía de mi mundo alternativo, guapetona. Yo insisto, si alguien paga por esto, no tengo ningún problema en venderlo ;-). ¡A mí, los editores! :-D. Curioso, el libro de tu amiga. No parece contemplar la posibilidad de que el hombre de la casa arrime el hombro ;-D.
Paula: una pinza es un precio muy alto que pagar por unos momentos de victoria y un bolso de imitación piel :-).
Dispersa: no, si está visto que al final nos va a poner a todas el mismo tipo de hombre. *Suspiro*.
Marona: ah, un post no es lo mismo "if there is no genitalia involved" :-D. Rigurosamente en contexto, eso sí. :-D.
An: qué de besos, los tuyos y los de Marona. Y los que vendrán :-). Gracias. Besos de vuelta.
Monsieur Cocotte: ah, las neskas son como la nitroglicerina: no hay que agitarlas bruscamente. Había pensado lo de adoptar a Dan, pero es un poco mayor, tiene barba.
Delikat Essences: exactamente, el bocata de bogavante es tan típico y castizo como el de calamares, especialmente en Nueva Escocia y en la isla del Príncipe Eduardo, y en estados costeros de los USA como Maine y Nueva Inglaterra. Hasta se vende en chiringuitos de playa.
Con Ka: gran película, continuación del "Déclin de l'empire américain" (si puedes encontrarla, merece la pena, y entenderás mejor la historia). Mira, lo de los hospitales, por haberlos pateado mucho en el trabajo, te diré que hay de todo: los hay tan estupendos como los de España, y los hay tercermundistas. El problema es que Montreal se ha masificado mucho, ha recibido a mucha gente en una época en la que muchos médicos y enfermeras se han jubilado. Y la cosa se ha deteriorado bastante. Cuesta encontrar un médico de cabecera. El acceso al sistema de salud es malo, pero una vez dentro, la calidad es tan buena como allí. La gente que vive en el campo me cuenta que no tienen ninguno de los problemas que tenemos en la ciudad. Pero efectivamente, yo prefiero no pisar un hospital fuera de las horas de trabajo.
Anónimo: gracias. Y siento haberte dado hambre :-).
Maïte: gracias por leerme y por disfrutarlo, guapa. Ya, me imagino que a partir de ahora, las galletas de jengibre confitado tendrán como un sabor a Dan :-D. y no te preocupas, nadie te juzga por los acentos. Yo tengo que andar haciendo malabares con un teclado francés, así que de vez en cuando se me escapa alguna que otra burrada.
ResponderEliminarViena: gracias, gracias mil. Pero yo de vestido tubo, poco, me gusta mantener cierta libertad de movimientos, nunca se sabe a quién tendré que pegar :-D. Y tampoco es cosa de que Dan se ponga a pensar que una marca cadera rebosante por él. En cambio, vestidos retro estilo años 50, con mucho vuelo en la falda, ésos son perfectos para lanzar patadas altas ;-D.
Mai: es verdad que con el tiempo Dan se vuelve más entrañable. Aunque a mí me sigue pareciendo gorililla a ratos. "I'll grow on you", me dice él en inglés. Como una verruga, le respondo.
María (uf, bochornos, calores y rubores) : gracias, no sabes cómo encuentro halagador eso de que califiques lo que escribo de "literatura". Escritos de diversión, diría yo. Artesanía, no arte. Me encantaría escribir algo largo. Pero encontrar la historia es más difícil de lo que parece. Aunque no lo descarto. En todo caso, cuando me sienta absurda e idiota delante del ordenador, y piense entre gruñidos "pero quién demonios va a querer leer esto", comentarios como el tuyo pueden mantener la motivación. Un beso agradecido.
Pam: lo que decía, que está visto que al final nos hace suspirar el mismo tipo de hombre. Qué consenso, qué barbaridad :-).
Fe de erratas en la respuesta a María (el segundo comentario): mil perdones por los tiempos verbales que me patinan. Interferencias de otros dos idiomas, me temo. Arreglo la frase con un "si pudiera... habría... (y no hubiera, ugh)". Necesito un café.
ResponderEliminarArantza, jajjaja, es lo que tiene el multilingüismo, que se nos forma un buen lío en la cabeza, pero estamos todos así...
ResponderEliminarNo sé, yo de verdad creo que encontrar historias se te da de maravilla, lo que has escrito es un cuento, un relato corto, precisamente uno de los géneros más valorados y difíciles por su condensación y las dificultades de compatibilizar una buena materia narrativa, su estructura narrativa u la profundidad psicológica de los personajes... uff, qué rollo estoy echando. En fin, que espero que un día te decidas y yo pueda comprar tu libro...
Muchos saludos desde Madrid.