viernes, 25 de junio de 2010

El síndrome de la página en blanco. Clafoutis clásico (de frutas del bosque) / Clafoutis aux petits fruits


Interior, día. A principios de la tarde. La autora de este blog está sentada a la mesa de la cocina montrealesa, y por una vez, y aunque parezca mentira, no come, ni cocina. Ni escribe. Simplemente mira distraída por la ventana que da al patio, escucha la tromba de agua caer sobre las hojas de las plantas. La ausencia de actividad intelectual no es algo nuevo para la autora de este blog, que a sus 38 puede vivir perfectamente feliz durante días y días leyendo catálogos de Ikea, tebeos de Cathy y viendo series de tele infectas, pero la ausencia de actividad culinaria es algo más preocupante. Normalmente, aunque no le apetezca cocinar, siempre, insisto, siempre, le apetece comer. Y teniendo en cuenta que sus frustraciones, angustias, enfados, tristezas y desesperaciones varias siempre utilizan como válvula de escape el horneado de algún postre, cuando en la cocina montrealesa no flota un perfume de canela mezclado con estrés quiere decir que algo se agita en su tortuoso cerebro. Y que ese algo la enerva, y la pone de buen humor mezclado con nerviosismo. Cuando la autora del blog anda muy absorta en vivir, se le olvida crear. Y lo que es peor, no le importa una mierda que se le olvide.

La autora de este blog tiene pues un ligero síndrome de la página en blanco. La cosa no le preocupa mucho por varias razones: porque está segura de que el mundo seguirá funcionando aunque ella no publique una semana, porque nadie le paga por ello, ergo, escribir un post semanal no es una obligación, y porque ha pasado por bloqueos peores durante la redacción de la infausta tesina.

La autora del blog sospecha que entre otras muchas razones, tales como el porcentaje de humedad increíble que hace que el aire montrealés pueda casi comerse a cucharadas, el embrutecimiento provocado por el rellenado de infinitos currículums en línea, y la traducción de un par de encargos mortalmente aburridos, su bloqueo creativo proviene de una cierta agitación interior. Esta agitación quizá tenga algo que ver con la ausencia prolongada de monsieur M., que sigue trabajando en una región con más osos que viviendas, con el flirteo intensivo al que se entrega Dan cada vez que viene por la barraca montrealesa, con el calor tropical y los altibajos hormonales que no ayudan a la concentración, con el hecho de que todas las calles de Montreal parecen haber sido invadidas por jovenzuelos sin camisa y torsos inusitadamente musculosos y bien torneados. El corazón de la autora últimamente bate a ritmo de tamtan africano y le bombea la sangre con pulsaciones salseras. La autora suspira mucho, suda bastante, hace mucho ejercicio para sublimar y no cocina, ni escribe. Y todo lo que come se hace en la batidora y se bebe bien frío.

En esas cavilaciones anda ella, la cabeza llena de ausencia, cuando el timbre de la choza montrealesa la devuelve a la realidad. Enfoca de nuevo la vista y va a abrir. Es el Jules. Llega acompañado de Lady D., con la que se ha encontrado a la salida del metro. Los dos se conocen desde hace bastante, de cuando Lady D. atravesó su fase artes marciales y practicó en el mismo dojo que Monsieur M. y Jules. Lady D. y nuestro Jules parecen hacer muy buenas migas, aunque no se traten a menudo.

Lady D. viene a devolverme una pila de libros y películas, excusa para un té juntas y un poco de charla. El Jules viene al rescate porque las sucesivas inundaciones del cuarto de baño parecen haber terminado por afectar la escayola del techo. Mientras la examina con ojo experto, les ofrezco un té helado. Y con un poco de sorna, añado: -“Y no, no es orgánico. Ni de comercio justo.” La pulla hace referencia a la irritante compañera/novia de Jules, Naturópata Alternativa, a la que Jules conoció en esta misma cocina hace ya casi un año. Jules baja la vista del techo y me mira, haciendo un ruido un poco amargo. Lady D. lo mira con curiosidad, desde la puerta.

-“¿Qué pasa?” Le pregunto. –“¿No todo es armonía en el nirvana del amor orgánico y de bajo impacto ambiental?” Inmediatamente después de haber proferido la pregunta me da un poco de apuro, porque Jules es un tío reservado al que no le suele gustar hablar de sus amoríos. No quiero ser metomentodo. Pero Jules parece deseoso de hablar, y ahora que lo pienso, tiene mal aspecto, la mirada apagada y unas bolsas debajo de los ojos en las que podría llevar todas sus herramientas.

-“Jrumpf.” Gruñe. –“No me hables de nada orgánico. Si oigo la palabra otra vez, juro que lanzaré un ataque a la sección de frutas y verduras del super, armado de un bidón de pesticida.”

-“Vaya.” Ahora me he puesto seria. –“¿Tan mal os va? Yo creía que lo vuestro era le grand amour, sobre todo a juzgar por vuestro flechazo.”

-“Pues bien, el flechazo se terminó. Hace un par de días, para ser exactos.”

-“Oh. Lo siento, Jules.” Dice Lady D.

- “No te preocupes. Estas cosas pasan. Murió de muerte natural. Exploté delante de cuatro de sus amigos, cuando a uno de ellos se le ocurrió preguntarme si la madera que uso en mi trabajo proviene de bosques de tala sostenible.”

-“Ah.” Jules no es precisamente un alto empresario de la construcción y el bricolaje, ni siquiera tiene vehículo propio. Yo lo he visto transportar materiales en su bicicleta de maneras casi imposibles. Ahora que lo pienso, más sostenible que eso, no hay.

-“Y todos los demás, incluida ella, esperaban mi respuesta cual jurado en pleno interrogatorio del sospechoso. No pude más. Reventé. Tras un año de aguantar que la Gestapo del ecologismo me juzgue continuamente por cada gesto insignificante.”

Guardo sabiamente silencio. La denigración de la ex nunca es buena idea, ni tampoco de una gran elegancia. Por muy mal que me caiga dicha ex. Y nunca se sabe si pueden reanudar la relación. En cualquier caso, es mejor cerrar la boca. Jules también intenta dar muestras de elegancia: -“Naturópata Alternativa es una mujer increíble.”

-“Mmh.” Asentimos Lady D. y yo al unísono, sin comprometernos demasiado. Ella también la conoce.

-“Y guapa.”

-“Mmh.”

-“Y llena de nobles ideales.”

-“Mmh.”

-“De los que se ha servido durante un año para volverme loco y hacer de mi vida un infierno.”

-“Ah.”

-“Salvemos los árboles, salvemos los árboles, estupendo, pero yo no puedo vivir sin papel higiénico. Lo siento. Hasta ahí hemos llegado.”

-“Ugh.”

-“Oye,” dice el Jules una vez en la cocina, -“en lugar de ese té, ¿no tendrás algo más fuerte que ofrecerme?”

- “Bueno”, digo sorprendida, mirando la hora temprana, -“tengo una botella de limoncello casero, hecho con vodka, que me regaló una alumna que lo hace muy rico…”

-“Estupendo”, dicen el Jules y Lady D. La miro, sorprendida y hago un gesto de cabeza hacia el reloj. Se encoge de hombros detrás de él con gesto desafiante, articulando con la boca un mudo –“¿Qué?”

Saco la botella del congelador y cuando vuelvo veo que Lady D. ya ha pasado al salón y busca vasos. Les sirvo un buen vaso y yo me echo un chorrito simbólico.

Bebemos y hablamos un buen rato, haciendo la autopsia de la relación de pareja del Jules y de los esfuerzos de Lady D. por encontrar un hombre decente. Cuando vuelvo a mirar la botella, veo un poco sobresaltada que tres cuartos de su contenido han desaparecido. Y que yo aún estoy en mi primer vaso.

-“Mira,” dice el Jules considerablemente borracho, -“yo ya soy muy mayorcito para esto.”

-“Claro”, asiente Lady D. llena de comprensión (y de limoncello al vodka).

-“Yo ya he hecho mi parte. He tenido mi dosis de locas.” Dice el Jules, la voz bastante pastosa.

-“A-já”, conviene entusiasta, mucho, Lady D. Silencio. Siguen bebiendo. Ellos. Yo, si me tomo un limoncello más a estas horas, me tengo que ir a la cama.
-“Porque yo tengo algo con las locas, Lady D. Un manierismo- perdón, un magggg-netissh-mo especial.” Dice el Jules concentrado en su dicción, y le pega otro trago al limoncello.

-“Cómo te entiendo.” Dice Lady D., intensa y cocidísima, inclinada hacia delante y tocándole la rodilla en parte en gesto de proximidad y simpatía, en parte apoyándose en él para no caerse de la silla.

-“Si hay una loca en diez kilómetros a la redonda, vendrá a mí. Seguro. Es cuestión de tiempo.” El Jules ha levantado mucho la voz. Y el vaso. Un poco de limoncello cae y me salpica el pelo. Y el brazo del sofá.
–“Y tampoco es como si yo fuera por la vida diciendo ¡dejad que las locas se acerquen a mí! Noooo.” Vocifera. Los dos parecen tan furiosamente de acuerdo que mi participación no parece necesaria, así que me dedico a secarme el pelo con una servilleta. Cuando termino, huelo un mechón. Puaf.

-“Claro que no, Jules. No es culpa tuya.” Responde solícita Lady D., levantándose un poco tambaleante, rellenándose el vaso y cambiando de sitio, sentándose (más bien desplomándose) junto a Jules en el sofá. Cuando en un intento de posar la botella en la mesa está a punto de soltarla en el aire, me precipito a cogerla y corro a guardarla en el armario de los licores antes de que el Jules se ampare de ella.

-“¿Acaso es tanto pedir, una mujer equilibrada, por una vez en la vida?” Pregunta enardecido Jules, arrastrando las erres. El Jules está encantado de tener un auditorio tan solidario.

-“¡NO! ¡OH, NO! ¡Tú la mereces, Jules!” Grita Lady D., el puño en alto, irradiando solidaridad etílica.

-"Tú también mereces un hombre el-lucubrado, accculebrado, equ-ilibrado, Lady D. Eres una mujer eshstupenda. Y te aprecio mucho."

-“¡YO TAMBIÉN LO MEREZCO, JULES!" Chilla Lady D., encantada. -“¡Y yo también te aprecio mucho!" Los dos se dan un abrazo. Parte del contenido del vaso de Lady D. termina en la espalda de la camisa de Jules.

-“Uy, con este calor, lo que refresca de verdad es un té helado. ¿Queréis un vaso?” Intervengo, con expresión falsamente entusiasta.

Los dos me miran con los ojos bastante vidriosos y un poco sorprendidos, como si acabaran de acordarse de mi existencia.

-“Con mucho hielo, ¿verdad? Y una ración de clafoutis que me sobró de ayer. Es lo único que he cocinado esta semana.” Digo muy rápido, con una sonrisa de maníaca. Tengo la vana esperanza de que si comen algo la moña se les pasará más rápido, así que estoy dispuesta a sacrificar lo único que me queda en el frigo.

Mientras sirvo el té, saco los hielos y sirvo los clafoutis, la conversación parece haber decaído. Cuando vuelvo al salón, Jules ha cerrado los ojos y echado la cabeza hacia atrás en un ángulo extremadamente incómodo, y ronca suavemente, el vaso aún en la mano, apoyado en el muslo en un equilibrio perfecto. Lady D. duerme apoyada en su hombro, la boca abierta y un fino hilillo de baba colgándole del mentón. Su vaso está vacío, en el suelo, a sus pies.

Me siento frente a ellos y los miro pensativa, mientras me zampo tres raciones de clafoutis. Y me digo que no sé sobre qué demonios voy a escribir en el blog esta semana.


Este postre, a medio camino entre el flan y la tarta, es un clásico francés, perfecto para aprovechar toda esa fruta que abunda en verano. Es increíblemente fácil de hacer, y resulta un postre a un tiempo rústico, con un toque campestre (por lo sencillo) y elegante.

Si investigáis un poco, veréis toneladas de recetas en línea, especialmente si buscáis en el idioma de Molière. Mi versión es una propuesta entre muchas, siempre podéis adaptarla.


INGREDIENTES :

-1 cucharada de mantequilla (mejor sin sal)

- 750 gr. de frutas del bosque (yo he utilizado fresas, arándanos y frambuesas, pero se puede utilizar cerezas, moras, melocotones, ciruelas o cualquier fruta que os apetezca), lavadas y bien escurridas (dejar secar sobre un trapo de cocina). Cortar los rabitos de las fresas y abrirlas en dos mitades.

- 3 cucharadas soperas de harina

- Una pizca de sal

- 1/4 de taza de azúcar

- 4 huevos

- 2 yemas de huevo

- 1 taza de leche

- 1 taza de nata líquida

- 1 vaina de vainilla (abrirla con un cuchillo y rascar las semillas), o 1 cucharada de té de esencia de vainilla natural.


- 3 cucharadas soperas de licor de cassis (o en su defecto, de kirsch)

- Más azúcar para espolvorear


ELABORACIÓN :

Precalentar el horno a 190º. Enmantequillar una fuente de tarta (mejor de cerámica, no utilicéis una desmontable, la mezcla es demasiado líquida), o 5 fuentes individuales (me encanta hacer postres en ración individual). Reservar.

Tamizar la harina y la sal y mezclar en un bol. Tamizar el azúcar y añadir. Batir las yemas en un recipiente aparte, y añadir en ese mismo recipiente los huevos, la leche y la nata, y por último, las semillas de vainilla y el licor de cassis. Verter gradualmente la mezcla líquida sobre los ingredientes secos, mezclando bien hasta que todo esté incorporado.

Disponer "con arte" las frutas en los moldes, y verter la mezcla por encima (no se le puede llamar masa, porque será muy líquida). Espolvorear con un poco de azúcar. Hornear hasta que los clafoutis se hayan hinchado y dorado, y los jugos de frutas supuren y desborden. Unos 45 minutos para un molde de tarta grande, unos 25 para los pequeños. Aunque lo mejor es vigilarlos, sobre todo la primera vez que los hagáis.

Sacar del horno y dejar enfriar un poco: los clafoutis se deshincharán, es normal, no habéis fracasado ;-). Servir templado, acompañado de una jarrita con un poco más de nata líquida, si queréis un efecto très français, o de más frutas, como decoración. Degustar en una terraza, balcón o jardín, cuando el sol empiece a bajar un poco. Saborear el verano a grandes cucharadas.

sábado, 19 de junio de 2010

Helado de yogur y mango : Voilà l'été


El verano, ah, el verano, con sus canciones absurdas (no, no echo de menos a Georgie Dann), sus biquinis, sus cremas con olor a coco artificial, sus barbacoas, sus sangrías y su programación de tele pensada para mantener un confortable encefalograma plano.

Esto puede sonar a una Scrooge de la estación estival, pero la verdad es que adoro el verano. Aunque desde que vivo en Quebec el otoño lo haya desbancado como mi estación favorita, lo cierto es que sigo experimentando una alegría masoquista cuando me despierto a 34º, con ese 90 por ciento de humedad montrealesa que hace que el maquillaje funda como Nuttella al sol, que el colorete aplicado a los pómulos por la mañana se encuentre en las clavículas al principio de la tarde. Y cuando todos mis convecinos montrealeses sudan, y corren a comprarse aires acondicionados, y se refugian en la sombra como cualquiera con sentido común, yo me paseo por la acera al sol, con mi abanico, sudando también, claro, (mis orígenes no me inmunizan) y aprovecho para asarme porque sé que los seis meses bajo cero están a la vuelta de la esquina, y más me vale pillarlos con ganas. Nada como una buena canícula sofocante para recibir el primer frescor otoñal con alegría.

El verano, aunque parezca lleno de lugares comunes, no es igual en todas partes. Mis veranos españoles huelen a mar, a las hojas de las higueras recalentadas por el sol, y los sonidos que acompañan esos olores son los de las olas estrellándose contra la orilla, los grillos en la noche, las largas conversaciones con amigos en las terrazas, las verbenas de barrio y los fuegos artificiales.

Mis veranos quebequeses están llenos de otros olores : la suculenta barbacoa de los vecinos, el césped recién cortado, el cloro de la piscina municipal. Y los sonidos e imágenes que sirven de fondo a esos olores también son completamente diferentes: los turistas agotados remojándose los pies en la fuente de la Place des Arts, las guapas montrealesas que se pasean por Saint-Denis o por Sainte-Catherine luciendo una cantidad de piel impresionante, los chulescos muchachotes urbanos, con sus gafas de sol y sus gorras enormes, sus andares teatrales y sus camisetas de tirantes luciendo todos los tatuajes que pueden. La salsa desaforada que sale a un volumen increíble de los coches de los montrealeses latinos (yo a esos coches los llamo "salsamóviles"), la gente que se agolpa en las mesas de picnic del Dairy Queen del barrio, la fiesta de la Saint-Jean y las parejas de abueletes que esperan el principio del concierto sentados en sus sillas de cámping, el agua del lago que lame perezosamente el embarcadero, los jugadores de béisbol en el parque, el viento en los abedules, el industrioso martilleo de los pájaros carpinteros, los desenfrenados conciertos de ranas en las charcas, las luciérnagas que flotan en torno a los comensales que alargan la sobremesa en el patio. Todo eso es el verano quebequés.

Cuando levanto la vista hacia uno de esos cielos de un azul inmenso que se ven por aquí, presa de un estúpido contento de estar viva en un día tan bonito, pienso que todo eso que he leído acerca de que lo que nos hace realmente felices es vivir el momento, no se aplica en días de verano como éste. Si vivir el momento plenamente es el antídoto contra la brevedad de la vida, un cielo surcado de nubes algodonosas y lentas, acompañado del zumbido de las cigarras, es el antídoto perfecto a la celeridad de la vida : a mí no me hace pensar que todo dura sólo un momento, muy al contrario, esos días de verano son lo más cercano a la eternidad que he experimentado nunca.

Con los pies chapoteando perezosamente, el tacto seco y caliente de la madera del embarcadero sobre la que me apoyo, miro el brillo del sol en el agua del lago, alzo la cabeza al cielo y me resulta difícil creer que todo esto no es eterno. El tiempo ralentiza, exactamente igual que cuando era una cría y pasaba horas junto al río atrapando renacuajos. Pienso en mis sobrinos, y en todos esos niños que pertenecen a la generación de hijos de parejas trabajadoras, y entre colonias de verano, cursillos de idiomas, de natación y otras actividades programadas, les deseo de verdad que puedan disponer de un momento para conocer esas interminables jornadas de verano de la infancia.


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Esta semana celebramos la llegada del verano con el postre por excelencia de la estación: helado. Una receta de helado casero sin grasas ni culpabilidades.

Justamente, cuando ya tenía esta receta en la lista de borradores, leí en el Hecho en mi Cocina del mes de mayo que el estupendo blog La flor del calabacín proponía una receta de helado de mango bajo en grasa muy similar a ésta que os propongo hoy. La he enlazado para hacerle justicia, y porque explica muy bien cómo hacer helado sin heladera, de una forma muy simple. Y ya aprovecho para decirle que envidio su huerto con una envidia nórdica y canadiense. Su receta utiliza el cardamomo, un sabor que siempre me ha encantado en postres, especialmente en los helados. Otro ejemplo de cómo pueden utilizarse sabores supuestamente "invernales" en helados, esta receta de helado de nectarina al jengibre que publiqué hace siglos en mi antigua cocina.

Por cierto, ésta es una película estupenda en que se refleja muy bien esa lentitud de los días estivales.

INGREDIENTES:

- 4 mangos grandes maduros. Yo utilicé la variedad "Ataúlfo" (en la primera foto), fácil de encontrar en Montreal, de simpático nombre y delicada pulpa, menos fibrosa que los mangos comunes.

- un vasito de zumo de naranja

- 2 tazas de yogur natural desnatado (para la versión "sin culpa"; si no tenéis problemas de línea ni de arterias "acolchadas", el yogur griego es aún mejor)

- un chorrito de sirope de arce (o de miel), si os gusta mucho el dulce (el zumo de naranja y el mango endulzan bastante el helado, y sin miel, éste es un postre perfecto para diabéticos)


ELABORACIÓN

Pelar y trocear los mangos. Pasar por la batidora hasta que queden cremosos. Añadir el yogur y el zumo de naranja. La mezcla tiene que tener la textura de un puré más bien espeso, liso y suave (puede que tengáis que ajustar un poco la cantidad de yogur o de zumo, dependiendo del tamaño de los mangos utilizados). Meter en la nevera un par de horas y enfriar bien.

Verter la mezcla de mango y yogur en una heladera o, a falta de heladera, utilizar este sistema. Otra alternativa es sacar el recipiente del congelador cada hora y removerlo bien con un tenedor para impedir la formación de cristales de hielo, hasta que adquiera la textura de un sorbete.

Cuando lo probéis veréis cómo para que un postre sea bueno, no es necesario que contenga toneladas de azúcar y grasa. El único problema son sus efectos secundarios: uno de esos helados industriales de Nestlé nunca volverá a saberos tan bueno. Un consejo : saboreadlo lentamente.

sábado, 12 de junio de 2010

Bocadillo de bogavante de autodefensa


El día dista bastante de ser glorioso. La noche que le ha precedido ha sido agitada, con una de esas tormentas de verano típicas de Québec, tormentas que normalmente suelen gustarme y mecerme antes de dormir, pero con unas rachas de viento que han arrasado con bastantes cosas a su paso, sobre todo en el patio trasero. Me tomo el primer café de la mañana paseándome aún en pijama, o en lo que hace las veces de, en este caso, unos bóxer de cuadros escoceses que monsieur M. conservaba de una vida pasada y que nunca ha utilizado, y una camiseta vieja que proclama a quien quiera leerla : Asociación Gay y Lesbiana Griega Ortodoxa. Se la compré a un antiguo alumno de la escuela en un gesto de solidaridad, y parece incomodar sobremanera a mi ultracristiana vecina de al lado. En mi paseo inspecciono los daños causados por el vendaval. Un par de tomateras rotas, uno de los cipreses tumbado, el enorme tiesto resquebrajado. Aparte de esas bajas, el resto de las plantas parece haber salido relativamente indemne.

Víctor, el gato albino y depresivo de mi vecina de arriba, aúlla su desdicha en el balcón. Víctor odia salir a tomar el aire matinal al balcón casi tanto como su dueña adora que salga. Víctor protesta, maúlla y berrea, y yo detesto a Víctor cuando lo hace. Sin parar de andar, tomo un sorbo de café, y por encima del borde de la taza le lanzo una mirada asesina. Él saca el cuello entre los barrotes del balcón, me mira momentáneamente silencioso y vuelve a empezar a bramar.

Tras haber luchado con la maceta gigantesca que contiene el ciprés y haber conseguido levantarla, y como el día se anuncia húmedo y caluroso, con esa viscosidad tropical que tienen los días de verano en Montreal, ya estoy cubierta de una fina película de sudor. Con una mano llena de tierra, me aparto el pelo pegado a la cara. Entro en casa dispuesta a ducharme, taza de café en mano, y veo que en lugar de una ducha, voy a poder nadar a la braza en el cuarto de baño. Genial. Por lo que veo, la vecina, la torturadora de gatos albinos, ha tenido de nuevo un problema con la lavadora. Aún chapoteando, la llamo por teléfono para anunciarle que tengo una piscina cubierta en el baño y parte de la cocina, y pedirle que corte el agua. Voy a buscar la fregona y digo mentalmente adiós al segundo café del día acompañado del periódico, mi lujo de los sábados -es el único día en el que tengo tiempo de remolonear un poco y de leer tranquilamente-.

Monsieur M. se ha ido a las siete de la mañana, a practicar el deporte nacional quebequés en cuanto empieza el buen tiempo: la mudanza. Cuando uno está a falta de mudanzas propias (piscina interior o no, doy gracias de no deber mudarme este año), ayuda a los amigos y familia a mudarse. Algunos de nuestros amigos se mudan hasta dos veces al año (no sé ni por qué se molestan en deshacer las cajas), así que no faltan ocasiones de hacer ejercicio. Dado el tamaño homérico de mi quebequés de marido, estoy segura de que van a cargarle con lo mejor : se va a pasar el día maniobrando sofás, cocinas eléctricas y frigoríficos de talla americana (doble puerta) por escaleras montrealesas en ángulos imposibles.


Lo visualizo brevemente, rojo púrpura, cubierto en sudor, con esas correas de cuero que los transportistas se cuelgan de los hombros para levantar cargas pesadas, el carrillo aplastado contra la puerta de un frigorífico y dando instrucciones entrecortadas a su compañero de fatigas, y súbitamente mi tarea de pasar la fregona y absorber el estanque del baño no me parece tan dura. Termino, bajo al sótano con la fregona y el balde, y compruebo si el agua ha pasado a través del techo. Por el momento todo parece en orden. Fiú. En ese preciso momento, cuando ya me estoy viendo en la ducha, envuelta con una espuma que huele mucho mejor que yo, suena el timbre. Las nueve de la mañana, un sábado. O son los testigos de Jehová, o es Dan. A los primeros los ahuyenté hace meses. Subo las escaleras de mala gana, me quito de una patada las zapatillas mojadas y abro con cara de pocos amigos. Apoyado con una mano en cada jamba de mi puerta está Dan.

Dan, no muy alto (aunque me sobrepasa de al menos una cabeza), masivo, de una musculatura compacta, el pelo rubio oscuro salpicado de gris y extremadamente corto (costumbre de su pasado militar), una barba también corta, los ojos azules brillantes como este día veraniego, y la sonrisa insultantemente socarrona para lo pronto que es: - “Buenos días, beauté.”
Es curioso, Dan no es lo que la mayoría de las mujeres en la veintena, que han crecido con las retinas invadidas por esos cánones hollywoodienses de belleza masculina, llamarían un hombre guapo. Pero, en mi opinión, ninguna mujer podría decir que Dan es feo. Su nariz es un poco grande en proporción al resto de sus rasgos, lo cual sólo consigue darle a su cara un efecto aún más masculino y rotundo. Los labios son más bien finos, lo que normalmente confiere a cualquier boca un aire cruel, pero en su cara, siempre con una sonrisa traviesa, consigue parecer amable. Lo más impactante de su rostro son sus ojos. No soy una gran fanática de los ojos azules, que suelen parecerme más bien fríos, pero los suyos son de un tono entre gris y azul oscuro que atrae la mirada. Dan no se preocupa lo más mínimo por su forma de vestir, y lleva sus eternos camiseta y vaqueros viejos, ropa que a la que en invierno añade un polar y una parka. Creo que jamás le he visto llevar una camisa, no creo que ni siquiera posea una.
Este hombre se las arregla para lucir su habitual aire ligeramente machista de una manera en la que sirve justo para sacarme un poco de quicio, pero que no es lo suficientemente exagerada como para que lo odie abiertamente. Sospecho que lo hace adrede. Me mira de arriba abajo, sin molestarse lo más mínimo en disimularlo . –“Bonito conjunto.”

De mala uva, me hago a un lado para hacerle pasar, mientras siento que el estómago me gruñe, impaciente por un desayuno : -“No sabía que venías. De haberlo sabido, hubiera corrido a ponerme un vestido de cóctel y unos buenos tacones. Y después habría regado los tomates.”

Dan, entrando hasta la cocina –literalmente-, comenta : -“Yo tampoco sabía que había gays ortodoxos. Lo de griegos, es extrañamente apropiado, por el contrario.”

Yo lo sigo, pensando en tostadas con mantequilla y mermelada de grosellas, o miel. O las dos. -“La perdición está por todas partes.” Rebusco en la bolsa del pan, saco botes, plato y cuchillo, corto un par de buenas rebanadas y las lanzo en el tostador. –“Imagino que ya has desayunado. " Las nueve de la mañana de un sábado es más bien tarde en este país de locos.
-"Sí."
-"¿Café?”, pregunto, sin volverme a mirarlo.

-“Está hecho, gracias.”, dice, una taza a su lado, mientras rellena la mía. Es lo que tiene Dan, sabe dónde está todo en esta cocina. –“¿Dónde está tu hombre?”

Ya sentada, un pie descalzo apoyado indolentemente en la barra de la silla frente a mí, untando con ganas –y mermelada- una tostada. –“Abrazando estrechamente frigoríficos.”

Dan me mira, alzando un poco las cejas en gesto de perplejidad, y tira de la silla en la que estoy apoyada, lo suficiente como para poder sentarse, pero no como para desalojar mi pie. Lo dejo donde está. Estoy en mi casa, qué diablos. Y si Dan va a venir a horas infames, y es capaz de tolerarme sin lavar ni peinar y beberse mi café, creo que puede tolerar mi pie. Por la manera en la que me roba la segunda tostada que tengo en el plato y se pone a untarla, no sólo no le molesta, sino que parece sentirse perfectamente cómodo. Lo miro con una mirada cargada de veneno. Dan mastica tranquilamente mi tostada y me sostiene la mirada impertérrito: - “No hay tiempo para gandulear. Termina esa tostada, vístete y nos vamos.”

Frunzo el ceño aún más, si es que es posible. –“Creía que ya habías desayunado. ¿Adónde, “nos vamos”?”

Dan responde igual de impasible, mirándome sin pestañear : -“Yo siempre tengo hambre." Pausa incómoda. Dan es un maestro en esto de crear pausas incómodas. Me sorprendo deseando súbitamente haberme vestido con algo más largo que un par de calzoncillos.
-"Sorpresa." Prosigue. -"Sorpresa culinaria, aclaro. Te va a gustar.”

Si hay algo que me irrite de veras, es que alguien decida por mí sobre el uso de mi tiempo, sobre lo que pueda gustarme o no y sobre cualquier otra cosa. Pero la alternativa de quedarme en casa y esperar a que salgan ranas en el cuarto de baño, o que a Víctor empiece a gustarle el aire libre, no me parece tan tentadora. Y en el tema culinario, Dan sabe lo que se hace. A monsieur M. y a mí nos llevó una vez a cenar al mejor restaurante japonés de Montreal. Y me atrevo a decir que a uno de los mejores del continente. Aún recuerdo todos y cada uno de los platos que nos sirvieron en aquella cena memorable. Así que cierro la boca –por el momento-, voy a buscar ropa limpia y me encierro en el cuarto de baño, que ha empezado a secarse. Tras la ducha, el desenredado de pelo y el cepillado de dientes, mi humor ha mejorado un poco. Mi aspecto, él, ha mejorado mucho. Salgo, y mientras compruebo el contenido del bolso, Dan lanza una mirada de aprobación a mi vestido de algodón.

-“Me encanta el verano”, dice con una de sus risitas, mientras le doy la espalda –generosamente descubierta- y me encamino a la puerta. Una breve pausa para calzarme unas sandalias planas y echarle una mirada aviesa.

-“Tengo un marido. Y es enorme.”

Dan me abre la portezuela del lado del copiloto de su camioneta, y me indica con un gesto exageradamente caballeroso el asiento, sigue sonriendo de forma irritantemente radiante y llena de dientes : -“Oh, lo hago por él. Alguien tiene que flirtear un poco con su chica, sacudirle el aburrimiento. Es bueno para las mujeres, las hace florecer.” Dice, con desfachatez.

Mientras Dan se sienta y mete la llave en el contacto, intento disimular lo colorada que me he puesto – y la rabia que me da- escarbando en el bolso. Todos los cumplidos que Dan suele soltarme sin ningún reparo me producen siempre un efecto contradictorio, mezcla de incredulidad (producto de un firme convencimiento de que se está riendo de mí), puro deleite, timidez y franca exasperación. Y estoy convencida de que Dan puede leer perfectamente en mi cara toda esa gama de emociones. Cosa que me exaspera aún más. Dan tiene la poco frecuente habilidad de hacerme sentir como si perdiera pie cada vez que lo veo.
Me mira de soslayo, aún con esa sonrisa, y bruscamente, se inclina hacia mí. De golpe, lo tengo de frente, invadiendo todo mi campo visual, lo bastante cerca como para olerlo: una mezcla de jabón y un olor a hierbas sorprendentemente fresco, como a romero. Me pongo todavía más nerviosa, noto una oleada de calor que me sube de las clavículas hasta la raíz del pelo y estoy segura de que tengo la cara color remolacha.
Él alcanza mi cinturón de seguridad, la otra mano apoyada en el respaldo de mi asiento, y con toda naturalidad y la nariz a tres centímetros de la mía, me ata el cinturón, como si fuera una niña pequeña, acentuando aún más esa incómoda sensación que tengo de no controlar absolutamente nada. De nuevo me sostiene la mirada durante lo que me parece un siglo. Carraspeo sonoramente: –“A-JEM. ¿Has oído hablar del concepto de “espacio personal”?”

-“Creía que era un invento de nosotros los nórdicos, crónicamente fríos y distantes.” Dice, sin moverse un milímetro.

-“Pues no. Algunos mediterráneos apreciamos el concepto. Y a mí me educaron sin toqueteo ni proximidad. Así que vengan esa frialdad y esa distancia.”

Como si no me hubiera oído, Dan arranca y comenta, sacudiendo la cabeza : -“Tu marido será enorme, pero prefiere abrazar frigoríficos. Incomprensible.”

Sin decir mucho más, Dan toma la metropolitana y cruzamos una buena parte de la isla de Montreal. Cuando sale de la autovía, estamos muy cerca del puente Jacques Cartier, casi debajo. Desde tan cerca, la estructura metálica del puente es impresionante. Pasamos a toda velocidad por delante de naves industriales con aspecto abandonado, y párkings deprimentes bajo los cimientos del puente. Creo que en mis paseos de exploración de mis primeros tiempos en Montreal nunca llegué hasta aquí, y no me extraña: no hay gran cosa que ver. Me recuerda a los barrios industriales del extrarradio a orillas de la ría de Bilbao, pero a gran escala.

- “¿Sería mucho pedir que me expliques adónde me llevas?”

Mirada juguetona, Dan se muerde el labio inferior y me suelta un : -“Grr”, sin dejar de conducir.

- “¿Tengo que empezar a pensar en patearte los testículos?”, pregunto con ligereza, mientras miro por el retrovisor de mi lado.

Dan parece considerar seriamente mi pregunta. –“Uhm. Para eso, lo ideal es estar de pie. Así, sentada, no sé… ¿no ves cómo te vendrían bien las clases de aikido que te ofrecí?”

Entre otras cosas, además de un gastrónomo apasionado y ebanista amateur, Dan es un ex-militar reconvertido a civil que se gana la vida como profesor de varias artes marciales. Tiene suficientes cinturones negros como para atarse todos los pantalones que utilice por el resto de sus días. Y desde que le conté mi breve experiencia y rápido enamoramiento del karate, se ha empeñado en que estoy hecha para el aikido. Monsieur M., que comparte esa pasión por el arte de darse de hostias a la japonesa, me sugiere el kendo. Imagino que acabaré probando los dos, ya que parece que todos los hombres que conozco me imaginan perfectamente zurrándome en un tatami.

Terminamos por frenar delante de lo que parece otro hangar industrial, sólo que éste está cuidado y no parece abandonado. Frente a la puerta hay bastantes coches aparcados, un par de jardineras intentan (en vano) embellecer el sitio con unas incongruentes petunias rosas, y un letrero anuncia la pescadería de Takeshi: pescados y mariscos finos.

-“Aaah.” Digo. –“Ahora lo entiendo.”

Con aire satisfecho, él responde : -“Takeshi ha hecho aikibudo conmigo muchos años. Vende a los mejores restaurantes. Hoy comemos sashimi de atún, beauté.”

Aparcamos junto a la nave vecina, enroñecida y rodeada de containers llenos de basura. Dan recoge un paraguas del asiento trasero (el cielo está de un gris oscuro amenazador), saltamos del camión, y entramos en el paraíso marino de Takeshi. Como a cualquier vasco criado con mucho pescado, no me doy cuenta de cómo hecho de menos la frescura y variedad de ese alimento hasta que me paseo por una pescadería digna de ese nombre, algo casi imposible de encontrar en Montreal. Mientras Dan se acerca al mostrador a saludar a su amigo, echo una ojeada apreciativa a los enormes peces espada que reposan sobre montañas de hielo, a las sardinas y arenques, a las pilas de gambas, a los pulpos y a los acuarios con centollos y bogavantes vivos. El precio del bogavante es ridículamente bajo, como siempre en esta época del año en Québec. Un letrero pegado al acuario informa –en inglés, francés y japonés- que los bogavantes se cuecen al momento. Uno de los dependientes se acerca y elijo al que va a ser sacrificado.

Un rato más tarde, Dan y yo salimos, con varias bolsas en las manos. He comprado un bogavante enorme para hacer sándwiches al estilo de Nueva Escocia. Aún está caliente, acaba de salir del horno a vapor. Dan planea felizmente el sashimi que nos va a preparar con el atún fresquísimo que ha comprado.

Cuando pasamos delante de los containers tras los que hemos aparcado, una silueta sale corriendo de entre las dos paredes de metal y choca conmigo (o eso es lo que siento al principio); un tirón del asa del bolso me indica que el choque no es accidental. Dan va por delante de mí y no lo ha visto venir. Un rincón lejano de mi cerebro me dice, con curiosa lentitud, que parece que están intentando robarme el bolso. Otro rincón registra que las manos del tipo me aferran el hombro y el brazo con fuerza suficiente como para hacerme marcas (mañana tendré las sombras moradas de sus dedos), y que huele mal. Una última neurona despistada comenta, de forma casual y con mucha calma, que el tipo invadiendo mi espacio personal (dos veces en la misma mañana) y tirando de mi bolso podría ser peligroso, podría llevar un cuchillo. Que tendría que cederle el bolso, sería lo más inteligente.
Pero he dormido mal y apenas he desayunado, hace un calor pegajoso, y este hombre apesta y me está haciendo daño: noto cómo mi irritación se transforma en franca rabia. Todas esas partes de mi cerebro no suenan especialmente estresadas ni son especialmente rápidas, y no pueden competir con el brote de furia que me invade. El contenido del bolso ni siquiera me pasa por la mente, sólo una frase digna de un crío de cuatro años: el bolso es mío, y el brazo también. Así que mi cuerpo decide actuar por su cuenta. Una visión de mi rodilla hundiéndose en la entrepierna de mi agresor pasa flotando, pero mi cuerpo la descarta: el hombre está de lado, no lo suficientemente centrado, tendría que retorcerme y si me debato eso podría desencadenar que me haga realmente daño. Tengo las dos manos ocupadas: una aferra el asa del bolso, que llevo colgado del hombro, y ahora está ocupada resistiendo al tirón. La otra sujeta la bolsa de plástico con el monstruoso bogavante dentro.
El recuerdo del tamaño del bicho, así como la sensación de peso son suficientes: mi cuerpo ha decidido. El brazo con la bolsa, en mi lado libre, toma impulso balanceándose hacia atrás y de forma impersonal, disociada de mí misma y de mis acciones, veo como el monstruoso crustáceo se estrella con fuerza contra la frente del tipo. También veo una de las pinzas del animal salir volando fuera de la bolsa. Oigo un ruido curiosamente fuerte, como el de una cáscara de coco: -“¡CLOC!” Y el tipo suelta mi bolso y mi brazo, y se lleva las manos a la cabeza. Todo esto ha transcurrido en tan sólo unos segundos, pero Dan ha registrado lo que pasa, y con un movimiento extrañamente deliberado y fluído, usa el paraguas que llevaba bajo el brazo y con una gracia de bailarín barre la parte trasera de las rodillas del hombre, que se desploma pesadamente. En la frente luce una mancha rojo oscuro, que parece el comienzo de un chichón considerable. Parece momentáneamente sonado.

Dan apoya la punta del paraguas en el pecho del tipo, aunque éste no parece tener la intención de levantarse. Me mira, serio, y me pregunta: -“¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?”

Lo único que se me ocurre decir es : -“Mierda. He perdido una pinza. Y es la parte favorita de monsieur M.” Miro en la dirección en la que la he visto salir volando. Dan me mira, asombrado: -“¿Eso es todo lo que te preocupa? ¿La pinza del bicho?”

Me defiendo, el entrecejo fruncido : -“Sí. No volveré a encontrar un bogavante tan fresco como aquí.”

A Dan le sale una risotada. Mira al hombre tumbado en el asfalto mojado y me pregunta: -“¿Y éste? ¿Qué hacemos con él? ” El hombre, un tipo joven, no llega a los treinta, con la cara curtida y el pelo largo, de un rubio pajizo y lleno de mugre, lo mira con ojos aterrorizados.

- “¿Qué quieres que hagamos con él que no hayamos hecho ya? Está tirado en el suelo.”

Dan me mira como si hablara con un niño un poco lento, con paciencia : -“Ehm, ¿llamar a la poli? Ha intentado robarte el bolso, y te ha dado una buena sacudida.” El tipo me mira, angustiado.


Frotándome el brazo, pensativa, digo: -“Naah. Nos vamos a eternizar en la comisaría. Y hace calor, y llevamos pescado. Y él también se ha llevado una buena sacudida.”

-“¡Tiene razón!”, asiente fervientemente el pobre tipo.

-“Tú calla.” Dice Dan, dándole un toque con el paraguas. Me mira: -“¿No quieres practicar alguna llave de aikido con él? Ya puestos… Es una gran ocasión para enseñarte en contexto real.”
El tipo lo mira aterrorizado y echa las manos al suelo, para después intentar levantarse : -“¡No!”

Dan lo agarra del codo, con bastante brusquedad, y lo levanta de un tirón. Una vez de pie, Dan no hace ademán de soltarle el codo. Se dirige a él, razonable: -“Vamos, hombre, deja que la dama practique un poco. Mírala, si pesas treinta kilos más que ella.”

Yo, picada: -“Pesará más, pero lo he parado en seco de un langostazo.”
Nunca hubiera imaginado que terminaría diciendo una frase así.
Dan me mira con orgullo: -“Claro, beauté. Lo llevas en la sangre. Ya tienes los reflejos. Te falta la técnica. Y cuanto más grandes, más duro caen.” Hablando al tipo: -“Venga, tú dejas que la señora te sacuda un poco y aquí no ha pasado nada.”

Mi agresor se debate un poco y empieza a protestar débilmente. Lo miro un momento, considerando la idea, pero la descarto cuando veo la cantidad de mugre que cubre al ladrón de bolsos. Sólo la idea de agarrarle una muñeca para hacerle una llave me repele.

Sacudo la cabeza. -"Suéltalo, Dan. Hace demasiado calor para pelearse."

Dan lo suelta, con aire un poco decepcionado. El hombre sale corriendo, tropieza una vez, está punto de caerse, se incorpora, y sigue corriendo. Sin decir nada, Dan me coge la bolsa de la mano, abre primero mi portezuela, me ayuda a subir y espera a que me siente, la cierra, rodea la camioneta, entra y deja las bolsas y el paraguas en el suelo frente al asiento trasero.

Mientras Dan pone en marcha el motor, saco la cabeza por la ventanilla mirando aún el asfalto del párking: -"Pena, me habría gustado encontrar la pinza. Era gigantesca."

BOCADILLO DE BOGAVANTE DE AUTODEFENSA (AL ESTILO DE NUEVA ESCOCIA)

INGREDIENTES:

- Un buen pan (el de centeno va estupendo )

- Un bogavante cocido, lo más fresco posible, de buen tamaño (yo prefiero las hembras)

- Mayonesa

- Cebollino, chalotas o apio

- Lechuga

- Rodajas de tomate (en mi versión)

PREPARACIÓN

Picar el cebollino o el apio, y el bogavante cocido. Salpimentarlo todo ligeramente y mezclarlo con un poco de mayonesa. Meter entre pan con la lechuga y el tomate. Acompañar de ensalada de patatas o de patatas chips, de ensalada de col y de una Boréale :-).

domingo, 6 de junio de 2010

Recursos humanos (II): la discriminación positiva y yo. Muffins mayas.


Fieles lectores, aquí estoy de nuevo, vuestra minoría étnica preferida. ¿Os preguntáis qué he bebido? Sólo café, ni siquiera lo he perfumado con brandy, y es que yo escribo de muy buena mañana. Y no bebo, ni en el huso horario canadiense ni en el ibérico.

¿El desvarío sobre lo de las minorías étnicas? Y bien, nunca te acostarás sin saber una cosa más. En mi caso, esta semana mi búsqueda de empleo me ha hecho adquirir un nuevo estado, al que no tenía la más remota idea de pertenecer: mi etnicidad, adorados lectores, mi estatus minoritario y, toma Jeroma, étnico.

Efectivamente, andaba yo rellenando formularios sin fin en la superlativamente fea sala de espera del MICC, el Ministerio de la Inmigración y las Comunidades Culturales (sí, os lo juro) (esto del desempleo prolongado me ha hecho caer muy bajo, ya hasta quiero ser funcionaria), ministerio tan arcaico que prefiere que los candidatos se presenten vestidos de pingüino y rellenen papeles en los que tienen que copiar exactamente lo mismo que han escrito en sus currículums, que hubieran podido enviar en pijama desde el confort del hogar, cuando la amable funcionaria que revisa el correcto rellenado del papeleo repara en mi exótico nombre.

Amable Funcionaria es muy quebequesa : anda cerca de unos cincuenta muy bien llevados, vivaracha, con una vocecilla gorjeante mucho más joven que su rostro, más bien guapa, rubia (probablemente una rubia natural, con un tono artificial más claro que el suyo propio), corte de pelo audaz, ligero bronceado, ojos azules, maquillaje bien puesto sin ser excesivo, uñas acrílicas larguísimas pero no de un exagerado mal gusto, en torno a ella flotan efluvios de "Mademoiselle Coco", gafas de leer coquetonas con moderna montura fucsia, traje de chaqueta de un tono tostado conservador pero con un escote tirando a atrevidillo para un ministerio, respira el buen humor, las ensaladas frecuentes y las clases de spinning tres veces por semana.

Amable Funcionaria : -"Madame Toqueggggo Alvagggggguezszsz" dice, con visible esfuerzo, -"...no sé si está usted al corriente de la nueva política gubernamental sobre el empleo a las minorías".

Candidata (yo), cansada de haber pateado el centro con un calor tropical, cansada de estar en paro y bastante aburrida tras haber rellenado formularios diseñados por un psicólogo de la Gestapo experto en tortura, la -al salir de casa- impecable falda de lino hecha una pasa : -"¿Mmh?" Recordando sus modales y recordando que quiere que la contraten : -"Perdone, ¿a qué política se refiere?"

Amable Funcionaria, aún más vivaracha, visiblemente contenta de serme útil, recita : -"Y bien, en su formulario veo que usted es ciudadana canadiense nacida en el extranjero. Según la ley del 2001 de acceso a la igualdad en las oportunidades de empleo en los organismos públicos, ley que intenta contribuír a mejorar la representación en el cuerpo laboral del funcionariado de los miembros siguientes: las mujeres, los canadienses amerindios (entre los se incluyen los Inuit y los mestizos), los miembros de "minorías visibles" (personas que pertenecen a una raza diferente de la amerindia, pero que no son de raza blanca), las personas con una minusvalía física o mental, y las "minorías étnicas" (personas que no pertenecen a una minoría visible, pero cuya lengua materna no es ni el francés ni el inglés), leyendo los datos que figuran en su formulario, usted forma parte de una minoría étnica, madame Toqueggo." Amable Funcionaria toma una buena inspiración, bien merecida tras la perorata. Me mira sonriente, con dentadura recién blanqueada que grita ¡peróxido!.

Toma. Ya.

Candidata Étnica, un poco aturdida : -"Uh. Ya, euh, entiendo. Eso quiere decir..."

Amable Funcionaria, encantada de ayudarme, estira la sonrisa un centímetro más, cosa que hubiera jurado imposible, y termina mi frase : -"...que si usted accede a identificarse como minoría étnica marcando esta casilla, aquí," muestra con un boli, -"...y aquí, su petición de empleo se beneficiará de ese programa de inclusión."

Me siento un poco como si estuviera jugando al Scrabble de la discriminación positiva: mujer, vale dos puntos. Inmigrante latina, cuatro. Amerindia, seis. Pertenencia a otra raza que la blanca, ocho. Minusválida, diez. Mientras miro fijamente el formulario con mis ojitos grises y absorbo mi nueva (?) (todos pertenecemos a una) etnicidad, pensando en cómo una amiga mexicana o dos van a reírse (siempre me han llamado rostro pálido), todo un mundo de posibilidades comienza a abrirse ante mí. Yergo la espalda y me instalo bien en el asiento.

Bien apoyada en el respaldo de la silla, las manos entrelazadas sobre el vientre, miro especulativamente a la amable funcionaria y le pregunto : -"La identidad sexual... también puntúa?"

Amable Funcionaria, un poco sobresaltada, parece no haber entendido bien : -"¿P-perdón?"

Candidata Étnica : -"Quiero decir, ¿si el candidato es gay o lesbiana, travesti o transexual (pongamos que se ha implantado un pene), también existe una política ministerial para favorecer su contratación?"

En el momento preciso de haber pronunciado la palabra "pene", el funcionario de al lado y la señora en sari sentada frente a él han vuelto la cabeza hacia nosotras con una rapidez que va a producirles calambres cervicales esta noche.

Amable Funcionaria ha dejado de teclear, las gafas de leer le han deslizado hasta la punta de la nariz, me mira asombrada por encima de la montura boqueando un poco : -"Euh, erh, bien, que yo sepa, no--"

Candidata Étnica guiñando un ojo en un intento lascivo : -"...porque si usted me lo permite, tiene usted una boca golosona..."

Amable Funcionaria enrojece gradualmente de un rojo púrpura, como de remolacha, que comienza en el cuello y le termina en las orejas y no le favorece. Ahora farfullando : -"Oh. Ah. Bien. Gracias. Pero, eh, no creo que, uh--"

Candidata Étnica, inclinándose un poco hacia la mesa, disfrutando, con voz rauca y los ojos ligeramente entrecerrados : -"...rrubia. ¿A qué hora termina?"

Amable Funcionaria se afana de nuevo en el teclado, sin mirarme, nerviosa : -"Lo siento. Tengo pareja. Y no existe una política ministerial para favorecer la contratación de minorías gay."

Candidata Étnica, un poco ausente, gira el torso y mira pensativa hacia la ventana : -"¿En qué piso estamos? ¿Segundo, no? ¿Usted cree que si me lanzo por la ventana tendré suerte y saldré de ésta viva, con una paraplejia? Tres minorías valen más que dos, ¿no?"

Amable Funcionaria ha parado de nuevo de teclear, y fija su mirada en mí, incrédula. Algo en su expresión delata que está pensando en llamar a Seguridad.

Candidata Étnica hace a un lado la idea, con un gesto de la mano : -"Naah. Es broma." "Venga ese boli." Marca las dos casillas del formulario y firma. Devuelve el bolígrafo y los papeles a Amable Funcionaria, apoya la barbilla en una mano y suspira.

Amable Funcionaria se vuelve al ordenador, cautelosa. Piensa en que va a pedir un traslado a Hacienda. Allí no hay que lidiar con tantos locos extranjeros. Perdón, étnicos.


*******************

Entro en la barraca montrealesa. Monsieur M. está en el salón, sentado en el sofá, viendo las noticias con Alfonso en el regazo. Cuando me dejo caer a su lado, corta el sonido de la tele.

Monsieur M.: -"¿Cómo te ha ido en Inmigración, femme de rêve?" Se inclina hacia mí. Besito.

Candidata Étnica : -"Psé. Same old, same old. Currículum. Formularios. Me llamarán si hay algo que entre en mi perfil. He conseguido lanzar la palabra "pene" en una conversación con una amable funcionaria, y hasta estaba en contexto."

Monsieur M. estira sus interminables piernas y las cruza a la altura de los tobillos. Cambia de canal. Alfonso no parece afectado por el movimiento, porque sigue dormitando en su regazo como si nada. -"Ah, bon.", dice por todo comentario mi nórdico hombretón.

Momento de silencio. Los dos miramos la tele muda. Sólo se oye el feliz ronroneo de Alfonso. Me quito los zapatos y muevo los dedos de los pies, aliviada.

Monsieur M. añade, con calma : -"No sé qué es peor. Que no me sorprenda, o que te crea lo del contexto."


El paro me da ganas de cocinar cosas llenas de suntuoso chocolate, de lujuriosa nata. Con un poquito de picante, por lo de la irritación que me produce la monotonía del proceso de selección de seres humanos. Estos muffins mayas, resultado de un fracaso culinario al intentar inventarme unas trufas a la mexicana, cumplen todos esos requisitos. Y no saben a fracaso. Chocolateados como nunca, apenas son dulces (si sois muy golosos, aumentad la cantidad de azúcar). Son un sentido homenaje al pueblo que nos descubrió el chocolate. ¡Y son étnicos! (Puntúan doble).

INGREDIENTES

- 200 gr. del chocolate más negro y más fabuloso que podáis permitiros (90- 85 % de cacao), cortado en pedazos

- 1 taza y 1/2 de azúcar moreno

- 1 taza y 1/2 de suero de leche (buttermilk) o de yogur natural

- 2 tazas de harina tamizada

- 1/2 taza de nata líquida de montar, 35% M.G

- 1 cucharada de té de mantequilla

- 1 huevo

- 1 cucharada de té de levadura en polvo

- 1 cucharada de té de bicarbonato

- una pizca de sal

- 2 cucharadas de té de chile (o guindilla, o cayena si os véis muy mal) en polvo

- 2 cucharadas de té de canela


ELABORACIÓN:

Precalentar el horno a 180º. Como siempre, comenzar por tamizar y mezclar los ingredientes secos: la harina, la levadura, el bicarbonato, la sal, el chile y la canela (sabio toque maya).

En un cazo al baño maría, fundir el chocolate negro. Cuando esté untuoso y brillante, añadir la mantequilla, la nata líquida y revolver bien. Sacar del fuego. Mezclar bien con el azúcar, hasta que se disuelva completamente. Añadir el huevo batido. Mezclar bien.

Incorporar a la mezcla de chocolate los ingredientes secos en dos o tres veces, alternando con el suero de leche. No mezclar más de lo necesario.

Distribuir en los moldes previamente engrasados, y hornear los primeros 10 minutos a 185º, bajar el horno a 180º y hornear unos 20 minutos más, aunque el tiempo depende del tipo de chocolate que hayáis utilizado. Las diferencias en contenido graso (manteca de cacao) y en calidad, crean diferencias en los tiempos de horneado. El viejo truco de pinchar con un palillo en el centro y sacarlos del horno cuando salga limpio, es lo que mejor funciona.