Durante la pandemia se me han ocurrido muchas cosas para publicar posts agudos y ocurrentes sobre la hecatombe colectiva que estamos viviendo. Todas esas ideas quedaron enterradas por una avalancha de trabajo, y tuve que resignarme a que otra vez iba a pasar un año sin escribir nada que no fueran respuestas a los cientos de correos electrónicos de estudiantes ansiosos que inundaban mi buzón. Pero esta semana, durante una de las raras cenas tranquilas en las que Monsieur M. y yo podemos hablarnos frente a frente sentados a la mesa de un modesto restaurante, él me dijo, con su habitual e irritante zenitud y estilo directo: «Si quieres escribir, escribe. Lo que sea. Si sigues sin escribir y esperas a tener tiempo, no solo no lo harás jamás, sino que te vas a oxidar tanto que cuando quieras retomarlo, te vas a desanimar».
Ante mi respuesta de que ahora durante las vacaciones tengo tiempo pero no parezco tener nada interesante que contar (este año de rutina extrema de dar clases a distancia, sacar al perro y poner lavadoras no parece ser muy propicio para la inventiva), y su respuesta despiadada de que eso no ha parecido frenarme nunca en el pasado (auch), le digo medio en broma que podría lanzarme a la novela Harlequín. «Por qué no», dice él, imperturbable. Así que heme aquí, intentando desincrustarme la roña de los engranajes narrativos, y regalándoos esta me temo que muy mediocre historieta Harlequín con cero pretensiones literarias que se lee bien en la playa. Porque si no se puede ser Almudena Grandes, al menos una intentará ser Corín Tellado :-). A mí escribirla me ha proporcionado un rato agradable de vacaciones mentales, y me ha permitido reanudar el contacto con mi lengua materna, que a veces queda un poco enterrada por el inglés y el francés en el que vivo. Lo que me dio la idea para escribir esta historieta es la idea de la proximidad física con desconocidos, algo a lo que esta pandemia nos ha deshabituado y que se ha convertido en una especie de fantasma incluso para alguien como yo, que no soy particularmente tocona y corpórea. Espero que la disfrutéis.
******************
MEET CUTE (AMOR EN TIEMPOS DE PANDEMIA)
El atrio del Hospital General Judío de Montreal, una inmensa sala sin columnas que lleva a la entrada principal, está lleno a rebosar, como si la pandemia no existiera. La alarma de incendios resuena mientras la aglomeración compuesta de una mezcla de personal sanitario en uniforme, pacientes, gente que trabaja en la administración y guardias de seguridad desfilan de manera relativamente ordenada (tan canadiense, esto) hacia las puertas principales. Los guardias de seguridad elevan la voz para dar instrucciones de vez en cuando, pero mantienen un tono tranquilo. La gente se mira con curiosidad, como preguntándose en silencio si esto no es un inoportuno simulacro de evacuación del hospital. Aunque ya no es obligatoria, muchos se han puesto la mascarilla al encontrarse súbitamente hombro con hombro con una multitud de personas, algo a la que ya nadie está acostumbrado tras casi un año y medio de distanciación física obligatoria. Es justamente esta proximidad con todos estos cuerpos de desconocidos la que hace emanar del gentío una extraña sensación, mezcla de júbilo y de precaución. Es probablemente también la razón por la que la gente no parece tener prisa ni se precipita hacia las puertas, sino que se mueven de manera acompasada, arrastrando un poco los pies.
Ana, que ha venido con sus colegas de la universidad para asistir a una formación sobre las medidas sanitarias que habrá que respetar a la vuelta a las clases en presencial, se ha separado de sus compañeros profesores porque cuando la alarma ha empezado a sonar a ella la ha sorprendido de camino al cuarto de baño, no tanto por necesidad como por darse diez minutos de descanso de la formación. Necesitaba una pausa de escuchar cuál es el protocolo de lavado de manos correcto mientras sus compañeros tomaban nota aplicadamente en sus cuadernos. Si Ana escucha una vez más lo importante de un lavado de manos exhaustivo, es muy probable que se prenda fuego al pelo gritando obscenidades. Así que se impone una expedición al cuarto de baño con parada ante la máquina de café pútrido del hospital.
Ana es una mujer morena de cuarenta y nueve años, no es bajita pero tampoco se la puede calificar de alta, su constitución tira a delgada pero su amor por la cocina y la buena comida se ha establecido con rotundidad en sus caderas y en su trasero. Tiene un culo redondo, poco pecho, el paso más bien atlético de las personas bastante activas físicamente, unos inmensos ojos grises rodeados de unas arrugas que prueban que sonríe a menudo, y que sonríe con ganas. Los labios sorprendentemente carnosos suelen adoptar por defecto una sonrisa torcida que anuncia un buen sentido del humor. Ana no es una mujer fea, pero tampoco es una de esas bellezas que cortan la respiración. Probablemente lo más atractivo en ella sea ese aire de confianza en sí misma que suelen tener algunas personas que han sobrepasado los 40 y comienzan a conocerse relativamente bien y han hecho las paces con quiénes son, y a las que les importa una mierda lo que los demás piensan de ellas. Eso, o su culo redondo. Vete a saber. Ana ha pasado hace ya casi una década a ese limbo de invisibilidad en el que entran todas las mujeres a los cuarenta. No piensa mucho en su belleza porque hace ya mucho que nadie la nota ni le habla de ella: sí, su marido le hace el comentario ocasional que se espera de él cuando se arregla un poco más de lo habitual para salir a cenar, pero esos comentarios son hechos con más cortesía que deseo. Ana mentiría si dijera que no echa un poco de menos la época en la que las miradas de los hombres se posaban sobre ella en el metro, pero al mismo tiempo esta nueva invisibilidad le produce un alivio considerable, y el anonimato que procura le encanta. Ella lleva tiempo invirtiendo en otros aspectos de su persona más durables que la piel lisa o unos muslos bien firmes, y vive la transición a la «edad madura» de manera bastante asumida. Luce dos mechones blancos en las sienes con orgullo, y le muestra el dedo medio a cualquiera que le diga que no teñirse el pelo a su edad es «de dejadas».
Hoy lleva unos simples vaqueros de tono oscuro, una camiseta negra de manga corta cubierta por una cazadora de cuero estilo motero, unas zapatillas de deporte y una pequeña mochila negra. Es de esas mujeres que se visten joven sin hacer esfuerzos por parecer joven, sino porque es como se ha vestido siempre. No lleva puesta mascarilla, la ha metido en la mochila para poder tomarse el café y no ha vuelto a pensar en ella.
El caso es que Ana escucha la alarma y piensa que la ha salvado del peor café de toda la provincia de Quebec y de cuarenta y cinco interminables minutos más de descripción de normas de higiene de base. Gira sobre sí misma (conoce bien el hospital, ha sido paciente en él) y se dirige hacia el atrio, incorporándose a la corriente de personas que salen de oficinas y salas de espera. Ana no siente especial inquietud, está acostumbrada a los ejercicios de evacuación de incendios de la universidad.
Antes de llegar a la gran sala que es el atrio, y como el ritmo de marcha se ha ralentizado hasta casi pararse debido a todos los afluentes de personas que salen de los pasillos secundarios para dirigirse al principal donde se encuentra ella, se pone a observar a la gente a su alrededor. Siempre le ha gustado mirar a la gente en sitios públicos, y ese tic se ha agudizado desde que la mascarilla dejó de ser obligatoria y de nuevo es posible ver las caras de la gente que la rodea. Los que están absortos en sus propios pensamientos y bajan la guardia, dejando que su expresión facial refleje lo que están pensando. Los grupos que conversan. A su derecha hay un grupo de cinco personas, tres mujeres y dos hombres, que por el uniforme de pantalón y blusa de manga corta azul parecen enfermeros. Están hablando animadamente y con un buen humor evidente. «Quizá ellos también estaban padeciendo una formación», piensa Ana. El pensamiento la hace sonreír elevando la comisura derecha de la boca, y uno de los hombres del grupo, que se encuentra junto a ella a su derecha, sorprende su sonrisa y le lanza una sonrisa furtiva en respuesta, tan rápida que casi parece haberla imaginado. A la derecha del hombre una de sus colegas bromea con una voz clara y fuerte (una de esas voces recias de enfermera que está acostumbrada a preguntar a la gente mayor «qué tal vamos hoy» y si «hay ganas de desayunar un poquito»): -«Si un paciente me dice que no le gusta Harry Potter, se acabó. No merece sobrevivir». Ana reacciona sin pensar y como está pegada al grupo replica de manera instantánea: -«Totalmente de acuerdo. Y tiene que haber llorado la muerte de Dobby, o no tiene entrañas dignas de ese nombre». El hombre joven que le ha sonreído y se encuentra ahora pegado a su lado derecho la mira con sorpresa y le dedica una sonrisa radiante. Ana se queda mirando la sonrisa un poco deslumbrada pero la respuesta de la enfermera rubia con la voz fuerte atrae su atención: -«¡Ahí estamos de acuerdo! ¡Usted sí que sabe!». -«Me alegro de saber que esperará un poco antes de darme una sedación letal», responde Ana con rapidez, arrepintiéndose un poco en el último minuto porque tiene sobrada experiencia con personas que no siempre entienden su humor negro. La enfermera rubia lanza una carcajada franca y el hombre a su lado emite una risa suave.
Mientras avanzan a paso de tortuga le dirige una mirada furtiva. «Siempre es bueno saber que el público apoya los estándares sanitarios de mi colega», dice sonriente y con una voz grave y agradable, dirigiéndose a Ana. Ella sonríe de vuelta: -«Parece de muy buen humor, probablemente la alarma la ha salvado de un paciente desagradable». -«¿Y tú, qué haces aquí?», lanza el hombre. El tuteo repentino la sorprende. En Quebec el tuteo entre desconocidos no es tan frecuente como en España, salvo quizás entre la gente muy joven. Él es joven, ella calcula que en los treinta, tiene un aspecto como de gitano, moreno con el pelo muy negro y excepcionalmente brillante peinado hacia atrás de una manera que resulta un poco retro para alguien tan joven y con un mechón indisciplinado que cae delante de un ojo, la tez ligeramente tostada, los ojos de un verde fulgurante, la nariz aquilina y una barba muy recortada que no intenta ocultar un mentón huidizo, sino que pone de relieve el ángulo de una mandíbula fuerte y deja ver una barbilla con la sombra de un hoyuelo. Tiene un aspecto como de un Django Reinhardt más guapo (tiene facciones más equilibradas, más simétricas), o de un joven Johnny Depp. A pesar del uniforme azul y del estetoscopio que le cuelga del cuello, no tiene aspecto de enfermero, sino de alguien que debería estar rasgando las cuerdas de una guitarra en un antro de jazz, con un pitillo colgando de los labios. Su francés es definitivamente quebequés, así que está segura de que ha nacido aquí, debe ser hijo o nieto de inmigrantes.
La pregunta la pilla por sorpresa y examina su cara. Le gusta lo que ve y aparta un poco la mirada: -«He venido por una formación, pero ya una vez aquí estaba considerando morirme». Él se ríe de nuevo. Su risa es musical y anima toda su cara. Definitivamente es una cara muy agradable de ver. -«¿Y tú?», dispara ella, tuteándole también. A él parece sorprenderle agradablemente lo directa que es. Ana ha pasado su vida profesional en anfiteatros delante de estudiantes que muestran grados diferentes de entusiasmo por escucharla, y se dirige a la gente con una facilidad que dan años de experiencia de intentar captar la atención y establecer lazos con un auditorio de desconocidos. -«Oh, yo no soy más que la mujer de la limpieza», dice él, con sonrisa traviesa. -«Ya», responde ella, socarrona, lanzando una ojeada abierta a su estetoscopio. -«Bueno, la verdad es que limpiar es una buena parte de mi trabajo», ríe él. -«Tú no pareces pertenecer a la fauna del hospital», sigue, mirándola sin ninguna vergüenza. -«Profesora en la universidad vecina, en formación sobre las normas sanitarias para la vuelta a las clases», dice ella con una mueca. La mirada atenta de él sigue clavada en su cara y se desliza por sus rasgos: de los ojos a la boca, se detiene un buen momento en la boca y vuelve a los ojos, su cuello. Azorada y un poco picada, ella sigue hablando porque no está acostumbrada a que un desconocido le haga sentir incómoda, y menos aún un desconocido más joven que ella: -«Espero que no hayas sido alumno en uno de mis cursos, en cuyo caso me disculpo de antemano por todo el sufrimiento que te haya infligido», dice con tono de disculpa burlón, y su mejor aire de profesora. -«No, imposible», dice él, sin dejar de mirarla directamente a los ojos. -«Me acordaría». No dice nada más y ella enrojece hasta la raíz del pelo. Él ríe, y en medio de todo el ruido murmura algo entre dientes que ella cree entender, algo como «no sabía que hubiera gente que aún se ruborizaba».
Un movimiento súbito de la multitud les empuja uno contra el otro. Ella se disculpa rápidamente y él la mira divertido aplastada contra su pecho. -«No te preocupes. Estoy totalmente vacunado. Imagino que tú también, como la mayoría de los profes». Ella asiente, momentáneamente incapaz de hablar. Él es más alto, la sobrepasa de una cabeza, y tan cerca a ella no se le escapa que tiene hombros anchos y un torso musculoso. No se le escapa porque la blusa azul que lleva él es muy fina, tiene un cuello en uve que deja ver el fino vello moreno que cubre el principio de los pectorales y el hecho de que no lleva nada debajo. Los bíceps sobresalen de las mangas del uniforme, llenándolas. «Por supuesto que estar cachas es útil para levantar a los pacientes», piensa ella, con una risita interior, y de pronto empieza a sentirse bastante acalorada, probablemente por el tropel de gente que la rodea. Se oye gritar brevemente una indicación a un guardia de seguridad y la muchedumbre hace otro movimiento brusco de oleada. La evacuación tranquila y ordenada parece un poco menos ordenada ahora y ella se sobresalta. Viendo su cambio de expresión, él se pone serio también y le dice: -«No te preocupes, solo están dirigiendo el tráfico. Vamos a salir de aquí, estamos demasiado apiñados». Y tras decir esto le agarra una mano (Ana tiene los brazos doblados delante del pecho intentando inútilmente utilizarlos para interponer una distancia aceptable entre ella y él) y la lleva lentamente hacia la pared más cercana del gran atrio circular. Aún están rodeados estrechamente de gente, pero los movimientos aquí son menos bruscos.
-«Ya. Podemos esperar un poco aquí, de todas maneras estoy casi seguro de que es un simulacro. Siempre eligen los peores días para hacerlos», le dice, bajando la cabeza para que ella le oiga en medio de todo el jaleo. Ana ha levantado la suya al mismo tiempo y recibe su aliento en la cara. Su aliento es caliente y huele a algo dulce. Ana se queda paralizada mirándolo y se da cuenta de lo alarmantemente consciente que es de su proximidad. Él no hace ningún intento de alejar su cara de la de ella, y ella se da cuenta vagamente de que no le ha soltado la mano con la que le ha guiado hasta aquí. Con la otra mano, él toca delicadamente la barbilla de ella con el índice y le levanta suavemente el rostro. Durante lo que parecen horas, días, un tiempo interminable, se miran a los ojos. Ella al principio le devuelve la mirada con desafío, con una voluntad firme de no dejarse apabullar por un chaval como una colegiala. A él parece gustarle ese desafío, y lentamente sus labios se abren en una sonrisa. La sonrisa es extrañamente dulce para la situación, para una mujer desconocida. Ella olvida su desafío, olvida la alarma de incendios, olvida la multitud en el atrio del hospital, olvida la distanciación, la pandemia y a sus colegas de trabajo, que quizás estén preguntándose dónde está. Olvida a su marido y la diferencia de edad que tiene con este chico y olvida la existencia del tiempo. Olvida todo eso, de hecho, lo aparta de su mente diciéndose que todo eso importa una mierda ahora mismo, porque ahora mismo está pasando algo que no entiende muy bien, y que no se está imaginando. Y se pierde en sus ojos. Él baja aún más la cabeza, muy lentamente, manteniendo la mirada de ella todo el tiempo como haciéndole una pregunta y dejándole tiempo para negarse, y deposita un beso en sus labios. Un beso muy leve, ligero como una pluma. Tentativo. Aleja su cara de la de ella con una interrogación en los ojos y todas las muchedumbres enloquecidas del planeta no podrían romper esa mirada que los une ahora mismo.
Ana es una mujer racional, cartesiana, lógica hasta la extenuación. También es leal y entregada por completo. Pero al mismo tiempo es impulsiva, lo es a los cuarenta y nueve tanto como lo era a los veinte, y tiene plena consciencia de que la vida se termina siempre demasiado rápido, y que arrepentirse de los besos que se han dado siempre es mejor que lamentar los que no se dieron. Y de todas maneras, el arrepentimiento no forma parte de su gama habitual de emociones. Así que esta vez abre la mano que él retiene aún dentro de la suya y la apoya abierta en su pecho. Él respira tan rápido como ella, y parece experimentar un momento fugaz de incertitud. Ella se pone de puntillas y lo besa. Y esta vez ese beso lo devora todo. El mundo a su alrededor parece orbitar a toda velocidad y ser tragado por ese vórtice que es ese beso. Él toma una bocanada de aire que suena bastante como un jadeo y presiona aún más sus labios contra los de ella, al mismo tiempo que enlaza su cintura con un brazo fuerte y la atrae hacia su cuerpo, mientras que con la otra mano le sostiene la nuca. El dedo meñique se pierde brevemente en el nacimiento de su pelo y lo acaricia. Un empujón de un grupo de secretarias ayuda la maniobra y ella se encuentra pegada a él de todas las maneras posibles. Ella abre los labios y sus lenguas se tocan, se tantean, se saborean, se funden. El último retazo de pensamiento racional que le queda a Ana lo dedica a pensar en lo bien que besa este desconocido con aspecto de gitano. Él parece pensar lo mismo, más que nada porque la tela de los pantalones del uniforme que lleva es muy fina y deja sentir claramente lo excitado que está. La mano de él se desliza por su espalda, y su dedo pulgar roza el nacimiento de su pecho, sin llegar a tocarlo. El rastro que deja quema como si fuera ácido. Las manos de Ana se enlazan tras el cuello de él. Se besan con la avidez de los que se besan por primera vez, y con la extraña familiaridad de los amantes que se conocen desde hace mucho tiempo. Sus bocas encajan perfectamente, sus lenguas parecen conocerse, sus cuerpos se saludan con la felicidad de los que se han esperado largos años. Un par de personas que están junto a ellos los miran, sorprendidos, y uno de ellos emite una risilla. Un mensaje de megafonía avisa al público presente que ha sido una falsa alarma, y que todo el mundo puede volver con calma a su puesto.
Ellos no lo oyen, perdidos en ese beso de bienvenida, de despedida de andén de tren o de llegadas internacionales de aeropuerto. La multitud en torno a ellos va dándose gradualmente la vuelta, mientras su beso continúa en medio de la marea humana. Finalmente, con un suspiro, sus bocas se separan. Los dos se miran, asombrados. Se separan lentamente. Primero el torso, después las caderas, cuando cada uno da un paso atrás. Finalmente, ella deja caer la mano que aún acariciaba su antebrazo, él mira la mano y la alianza que lleva en ella. No dicen nada. Ella se pasa la mano por el pelo, anonadada, y él la observa expectante. Ana hace un movimiento con la mano, algo entre una despedida y una advertencia, se gira y se va a toda prisa hacia la puerta, una ruta ahora dificultada por toda la gente que camina en sentido opuesto.
Esa noche, cuando Ana vuelve a casa, su marido la encuentra ausente y silenciosa, y atribuye su mutismo al cansancio. Ana parece aturdida y su estado no cambia durante semanas. En su memoria el beso se repite una y otra vez, es lo último en lo que piensa antes de dormir y lo primero al despertarse. Cinco semanas exactas después del beso con un desconocido, Ana vuelve al hospital por un chequeo de rutina. La noche anterior apenas ha dormido, y esa mañana se ha arreglado con un cuidado especial. Sabe que el hospital es enorme y que encontrarse con el enfermero desconocido del que ni siquiera sabe el nombre es sumamente improbable, y eso suponiendo que no esté de vacaciones. Pero aun así, va al hospital con el corazón en un puño, y cree verlo un par de veces. Cada vez el enfermero se gira para revelar que es otro, sin barba ni aspecto de gitano, y cada vez la decepción es mayor.
El verano pasa lento, pesado y húmedo, y llegan septiembre y la vuelta a las clases. La rutina diaria impone su dictadura y el beso del hospital comienza a ser algo lejano, comienza a tener la pátina brumosa de algo que Ana ha soñado. El primer día de su segundo curso, Ana está subida a la tarima del profesor mirando la lista de la clase después de haber dado la presentación de su curso, mientras los estudiantes van saliendo de la sala. Cuando levanta finalmente la vista, ve desde la parte superior de sus gafas de leer que queda un estudiante al fondo de la sala. Ana se quita las gafas y comienza a decir al estudiante que si quiere hablar de algo en particular con ella, aún le quedan diez minutos disponibles antes de su próximo curso. El estudiante se acerca lentamente al estrado mientras habla, y entonces lo reconoce: reconoce los ojos verdes, el pelo negro y brillante, la barba, la tez de gitano. El estómago de Ana parece volverse del revés como un calcetín. Ella no termina su última frase, lo mira boquiabierta mientras él le devuelve la mirada con la misma intensidad, y solo se le ocurre decirle: -«No puedes estar aquí. No puedes ser mi alumno, tendrás que cambiar de grupo. La ética no me lo permite. No quiero tener este tipo de conflicto». Para inmediatamente después barbotar: -«¿Cómo demonios me has encontrado?».
-«Tu acento. Y buenos días a ti también», dice él, sonriendo ahora abiertamente.
-«Pero en esta universidad hay centenares de profesores de origen extranjero. Y ni siquiera sabes mi nombre.», farfulla ella.
-«La navaja de Ockham», replica él, encogiéndose de hombros. «La respuesta más probable suele ser la más simple. Empecé por el sitio web de la escuela de lenguas, y afortunadamente había fotos de todos los profesores». Interpreta mal la expresión de asombro de ella: -«No te preocupes, no soy un chalado acosador. Solo quería volver a verte. No te voy a molestar, pienso anular la matrícula. La verdad es que no tengo tiempo de tomar cursos de idiomas», dice, riendo.
Ana no sabe si sentirse halagada, preocupada, feliz, o furiosa. Al final termina por invadirla una oleada de todas estas emociones al mismo tiempo. Una indignación súbita parece ganar terreno y comienza a subir por su garganta como la espuma en un cazo de leche hirviendo. -«Mira, no sé qué vienes a hacer aquí, pero sé perfectamente el aspecto que tengo. El aspecto de una señora de mi edad. De una señora de mediana edad. Tengo patas de gallo, celulitis abundante y varices. Y es mucho más probable que me opere antes de hemorroides que de ninguna de estas otras cosas. No me engaño ni engaño a nadie: sé que no parezco ni más joven ni soy particularmente sexy para una mujer de mi edad. Tengo probablemente diecinueve años más que tú. No sé qué demonios quieres». Mientras habla, recoge su portátil y sus libros, lo mete todo en la mochila con un movimiento brusco y se dirige hacia la puerta. Él se adelanta y se para en el umbral, sin bloquear totalmente el paso. Su actitud deja claro que si ella quiere salir, puede salir y él no hará nada por impedírselo. De alguna manera perversa esta actitud parece ponerla de peor humor.
-«No tengo ninguna mala intención, puedes creerme. No he hecho ninguna apuesta con mis amigos. Esto no es un reto, ni un pasatiempo. Simplemente tuvimos un encuentro… particular, y a pesar de lo que puedas pensar, yo no voy por ahí besando a desconocidas...», hace una pausa, como pensándolo mejor: -«Bueno, lo he hecho una vez, pero estaba muy borracho, en una fiesta y tenía veinte años». Ella resopla e intenta avanzar hacia la puerta, pero para en seco cuando él continúa: -«Lo que nos pasó fue… no sé, tuvimos un momento de… contacto muy… curioso. Y quería saber por qué».
-«¿Quieres saber por qué?», le espeta Ana. -«Deberías saberlo, tú has estudiado enfermería. Feromonas. Feromonas y mucho tiempo de distanciación física con otros seres humanos, lo cual nos ha dejado a todos ávidos de contacto físico. Eso es todo». Ana obvia lo más evidente, que sería decirle que tiene pareja, que vive desde hace más de veinte años con un hombre. No sabe por qué. En parte es porque nunca ha creído necesario manifestarse como propiedad de un macho de la especie para impedir los avances no deseados de los demás machos, pero sospecha que ahora mismo su feminismo no es la razón por la que se calla. De hecho, ahora mismo Ana no sabe qué demonios quiere. No sabe si está increíblemente feliz o angustiada de verle. No sabe si quiere irse de esa aula o quedarse.
-«Romántica, además de guapa. Guau», dice él, con una sonrisa torcida que se parece extrañamente a la de ella. Levanta las manos, con un gesto apaciguador: «Mira, no quiero más que tomar un café contigo y conocerte mejor.»
Ella lo mira especulativamente y le contesta: -«¿Sabes que cuando nos conozcamos mejor todo esto va a perder justamente la parte de magia que tiene el beso a una desconocida, la proximidad con una extraña… entonces te darás cuenta de que soy una mujer que se acuesta a las diez de la noche, que hace los crucigramas de La Presse con sus gafas para la presbicia, y conoce nombres de actores y actrices de películas en blanco y negro». Se mantiene firme delante de la puerta, con expresión severa.
-«Realmente eres dura de pelar, ¿eh?», pregunta él, divertido y a la vez un poco desanimado.
-«No has visto nada. Mira, ¿por qué no sales con chicas de tu edad? Tienen la piel firme y están en TikTok, o en Snapchat, o donde sea que están ahora las chicas».
-«La verdad es que estoy cansado de la gente de mi edad. La gente de mi edad se conoce por aplicaciones de contactos y se consume como si fueran patatas fritas. Mientras estás con una persona sientes que esa persona está pensando que sí, que le gustas, pero que probablemente hay algo mejor en alguna otra parte. Es bastante deshumanizador y más bien triste».
-«Me matas de pena. La tragedia Millennial», la voz de Ana rezuma sarcasmo. -«Lo que realmente encuentras emocionante e interesante no soy yo, es que yo represento una forma de exotismo para ti. Y lo que te hace sentir que compartimos algo especial es ese momento de contacto físico que tuvimos, dos desconocidos. Un momento de extrema cercanía con una persona que dos minutos antes estaba lejos. Eso va a desaparecer en cuanto empecemos a hablar. Créeme», continúa con tono persuasivo.
-«Bueno, saber que haces los crucigramas de La Presse sí que me ha dado un poco de bajona, la verdad», responde él, sonriendo. Ella emite como respuesta un sonido entre un resoplido y un gruñido. -«Mira, tengo treinta y un años, estoy crecidito. El que me trates con condescendencia es tan molesto como si yo te tratara a ti como a un animal de feria por nuestra diferencia de edad. Quiero conocerte. ¿Puedo conocerte?», su rostro se ha puesto serio.
Ana gruñe de nuevo. -«Un café. Y terminamos la conversación antes de que todo empiece a ponerse patético».
Él se precipita para sujetarle la puerta, con una sonrisa radiante. Los dos salen del aula, el pasillo está casi vacío, él hace preguntas y escucha la respuesta atento mientras mira cómo se anima la cara de ella al responderle. El eco de sus pasos se mezcla con el de sus voces.