Queridos lectores:
Sepan que echo de menos escribir. Sepan que me gusta dar clases casi por encima de todas las cosas, pero no más que escribir. Pero por el momento hay que atender a lo necesario. Y pagar las facturas. Sepan que leo sus comentarios sobre cómo echan de menos el blog y se me encoge el corazoncillo. Para que vean que no los olvido, y como los que me siguen fielmente desde hace años saben que me encantan esta época del año, el otoño, Halloween, las calabazas, los murciélagos, los dulces en formato bolsillo de niño (bueno, todos los dulces) y las historias de miedo, hoy me tomo un respiro momentáneo de la vida real y vuelvo a la virtual. Con unas estampas de mi locura cotidiana y una receta gore. Para perros, además. ¿Una «perroceta»? ¿Una «perreceta»?
ESTAMPA 1
Como saben, desde que me mudé al campo la población de este zoo en el que vivo ha experimentado muchos cambios. Alfonso, nuestro gato-perro adorado murió hace ya un año (sniff), Julieta, nuestra gata veterana, empezó a estornudar desde que entró por la puerta de Muffin Manor (yo pensaba que era alérgica al campo, pero resulta que es un virus), y no se le pasó hasta que adoptamos a la Chica, un cruce boyero de Berna-border collie-Kraken del abismo de treinta y tantos kilos que come como todos ellos juntos.
Lo de la terapia de choque funciona, créanme: fue poner a Julieta delante de la Chica, que meneaba el rabo y jadeaba con su mejor expresión de -«Arfarfarfgatogatogato¿puedolamermordisquearjugarconél?», y cortársele los estornudos. Así, de golpe. Y mudarse al piso de arriba y no querer volver a bajar nunca más a afrontar al Kraken excesivamente amistoso que la mira desde el pie de la escalera.
Julieta es el reflejo de los gustos de la humana que vive con ella: en su vejez se ha vuelto como una de esas viejas locas inglesas de las novelas góticas: encerrada en sus aposentos del piso de arriba de la mansión, donde los sirvientes (nosotros) le llevan las comidas y le hacen compañía. De vez en cuando pasa por el rellano de las escaleras. La Chica la mira con anhelo desde el piso de abajo (respetando escrupulosamente la prohibición de correr escaleras arriba y masticar a la gata), agita la cola como una posesa, lloriquea y pone caritas de «qué buena soy, ven a jugar conmigo». Julieta se sienta y la mira desde las alturas, con el profundo desdén que sólo un gato puede mostrar. Abusando un poco del buen carácter de la obediente Chica, empieza a lavarse la cara y los bigotes con parsimonia. Si pudiera hacerle un corte de mangas, lo haría. Monsieur M. contempla la escena y le dice a la perra, acariciándola, lleno de empatía: «Sííí. Ya sé que ESO vive arriba. Pero no, lo siento, no puedes subir y comerte ESO. ESO forma parte de la familia desde hace más tiempo que tú.»
Lo de la terapia de choque funciona, créanme: fue poner a Julieta delante de la Chica, que meneaba el rabo y jadeaba con su mejor expresión de -«Arfarfarfgatogatogato¿puedolamermordisquearjugarconél?», y cortársele los estornudos. Así, de golpe. Y mudarse al piso de arriba y no querer volver a bajar nunca más a afrontar al Kraken excesivamente amistoso que la mira desde el pie de la escalera.
Julieta es el reflejo de los gustos de la humana que vive con ella: en su vejez se ha vuelto como una de esas viejas locas inglesas de las novelas góticas: encerrada en sus aposentos del piso de arriba de la mansión, donde los sirvientes (nosotros) le llevan las comidas y le hacen compañía. De vez en cuando pasa por el rellano de las escaleras. La Chica la mira con anhelo desde el piso de abajo (respetando escrupulosamente la prohibición de correr escaleras arriba y masticar a la gata), agita la cola como una posesa, lloriquea y pone caritas de «qué buena soy, ven a jugar conmigo». Julieta se sienta y la mira desde las alturas, con el profundo desdén que sólo un gato puede mostrar. Abusando un poco del buen carácter de la obediente Chica, empieza a lavarse la cara y los bigotes con parsimonia. Si pudiera hacerle un corte de mangas, lo haría. Monsieur M. contempla la escena y le dice a la perra, acariciándola, lleno de empatía: «Sííí. Ya sé que ESO vive arriba. Pero no, lo siento, no puedes subir y comerte ESO. ESO forma parte de la familia desde hace más tiempo que tú.»
En las últimas semanas Julieta ha vuelto a estornudar y moquear profusamente. Estamos considerando adoptar a un mastín. Eso debería cortarle los estornudos por una buena temporada.
ESTAMPA 2
Una señora cuarentona pero juvenil (sí, qué pasa) y con un encantador acento hispánico hace la compra en un supermercado de la capital de provincias más cercana al sexto pino, donde vive con una gata aristocrática, mocosa y enclaustrada, una perraza de treinta y tantos kilos de amor bruto, un zorro que da vueltas por su jardín esperando que la gata reclusa salga a dar una vuelta, dos mapaches que se sirven en el compost como si fuera un buffet, y un señor quebequés grande, zen y que ha eliminado el apego. Tanto, que no puede soportar hacer la compra. Así que la señora ha comprado todo lo necesario para sobrevivir en las profundidades del bosque durante una semana, y se dispone a poner en práctica su plan. Tras contemplar a la perra tragando -sin masticar- ese pienso de veterinario carísimo que se supone limpia hasta la última partícula de sarro de la dentadura canina -siempre que se mastique, imagino-, y tras calcular lo que le cuesta al mes pagar por esa comida sintética, se dispone a cocinar para el público más agradecido que ha tenido nunca: la Chica. La señora ha calculado que sustituyendo una de las dos comidas de la Chica por comida de verdad, no sólo mejorará la salud de la perra y su estado de felicidad general (a ver a quién le hace ilusión comer bolitas secas dos veces al día durante el resto de sus días), sino que les saldrá más barato. Mucho más. Con lo que ahorren, podrán pagarse un crucero. O casi.
Tras informarse abundantemente de lo que constituye una dieta sana y equilibrada para un perrazo, se da cuenta de que necesita hacer acopio del ingrediente de base: carne. Y es que la señora y el monsieur, si bien no son exactamente vegetarianos, digamos que comen carne roja unas dos veces al año. Tres, si andan por el lado salvaje. Ellos son más de pescado, tofu y algún pollo o pavo ocasional. La Chica parece llevar bien este casivegetarianismo: a ella le encanta masticar brécol, manzanas, calabaza, zanahorias, frambuesas, el plástico de su bol del agua, un pedazo de cuerda con el que juega y el periódico, especialmente el que es un poco conservador, La Presse (una vez le dimos un Journal de Montréal, pero lo digirió bastante mal... quizá fue la horrible sintaxis). Casi todo ello de origen vegetal. Pero no sólo de verdura vive el perro. Necesita proteínas.
Una señora cuarentona pero juvenil (sí, qué pasa) y con un encantador acento hispánico hace la compra en un supermercado de la capital de provincias más cercana al sexto pino, donde vive con una gata aristocrática, mocosa y enclaustrada, una perraza de treinta y tantos kilos de amor bruto, un zorro que da vueltas por su jardín esperando que la gata reclusa salga a dar una vuelta, dos mapaches que se sirven en el compost como si fuera un buffet, y un señor quebequés grande, zen y que ha eliminado el apego. Tanto, que no puede soportar hacer la compra. Así que la señora ha comprado todo lo necesario para sobrevivir en las profundidades del bosque durante una semana, y se dispone a poner en práctica su plan. Tras contemplar a la perra tragando -sin masticar- ese pienso de veterinario carísimo que se supone limpia hasta la última partícula de sarro de la dentadura canina -siempre que se mastique, imagino-, y tras calcular lo que le cuesta al mes pagar por esa comida sintética, se dispone a cocinar para el público más agradecido que ha tenido nunca: la Chica. La señora ha calculado que sustituyendo una de las dos comidas de la Chica por comida de verdad, no sólo mejorará la salud de la perra y su estado de felicidad general (a ver a quién le hace ilusión comer bolitas secas dos veces al día durante el resto de sus días), sino que les saldrá más barato. Mucho más. Con lo que ahorren, podrán pagarse un crucero. O casi.
Tras informarse abundantemente de lo que constituye una dieta sana y equilibrada para un perrazo, se da cuenta de que necesita hacer acopio del ingrediente de base: carne. Y es que la señora y el monsieur, si bien no son exactamente vegetarianos, digamos que comen carne roja unas dos veces al año. Tres, si andan por el lado salvaje. Ellos son más de pescado, tofu y algún pollo o pavo ocasional. La Chica parece llevar bien este casivegetarianismo: a ella le encanta masticar brécol, manzanas, calabaza, zanahorias, frambuesas, el plástico de su bol del agua, un pedazo de cuerda con el que juega y el periódico, especialmente el que es un poco conservador, La Presse (una vez le dimos un Journal de Montréal, pero lo digirió bastante mal... quizá fue la horrible sintaxis). Casi todo ello de origen vegetal. Pero no sólo de verdura vive el perro. Necesita proteínas.
La
señora empuja el carro lleno de yogur, col, acelgas, tomates, peras,
lechuga, manzanas y se dirige resueltamente al mostrador refrigerado de
la carnicería. Allí respira hondo y abre su mente a un nuevo mundo de
vísceras hasta ahora desconocido: ternera de oferta para guisado (la que
más nervios tiene, pero no cree que a la Chica le importe, teniendo en
cuenta que no mastica la comida), hígado de buey (recuerdos de infancia,
puajpuajpuaj), una bandejita de poliestireno llena decorazones de
pollo, un corazón de cerdo de la talla y aspecto de un corazón humano (Jesuschrist on a piece of toast), -«Corazones
para mi corazoncito», piensa la señora con una risilla extraviada. La
octogenaria junto a ella la mira con desconfianza. Lo de apilar
corazones de animales diferentes en el carro no es sanguinolencia
gratuita, es que el corazón es lo más cercano a cualquier otra pieza de
carne muscular y mucho más barato que el filete. Ni idea de para qué lo
usa la gente que no tiene perro. La señora ve bandejas con riñones
(también de cerdo, de un tamaño perturbadoramente humano), pero decide
que ha tenido suficiente y se dirige a la caja.
La
cajera, de unos diecinueve años pero con aspecto de dieciséis, es como
todas las cajeras quebequesas de su edad que suelen tocarle a la señora:
amable, servicial, totalmente desconocedora de cualquier verdura que no
sean las patatas o las zanahorias (-«Hum, voyons, ¿dónde está el
código de la coliflor?», mirando a una alcachofa), con un universo
gastronómico increíblemente limitado para alguien que trabaja rodeado de
comida. Empieza a escanear laboriosamente mis exóticas verduras y llama
continuamente al encargado para que le diga cuál es el código de esta o
aquella planta desconocida (cielos, he comprado acelgas), probablemente
maldiciendo entre dientes a estos condenados inmigrantes que comen cosas
raras, pero con una sonrisa muy profesional.
Cuando
terminamos la parte vegetal de la compra y empieza a desfilar la
casquería, su expresión cambia: una cosa es que una compre -y coma,
puaj- cosas improbables como una alcachofa, pero este despliegue de
órganos internos empieza a ser demasiado. Parece un capítulo de «Hannibal».
Al ver la reacción de la cajera y la del jovenzuelo que mete su compra
en las bolsas, la señora decide quitarle hierro a la cosa con una
bromita: -«Je, es para una película gore casera que estamos rodando.» La cajera deja de sonreír, deja de mirarla y se apresura a terminar con una agitación visible.
La
señora empuja su carro por el aparcamiento, bastante abochornada. La
Chica, que la espera en el coche sacando la cabeza por la ventanilla, le
dedica su mejor sonrisa llena de amor perruno. -«Espero que te guste,
perra del averno. Y que dure. Porque no voy a poder volver por este
supermercado en un tiempo.»
POULTRYGEIST CASERO: RANCHO PARA PERROS
INGREDIENTES (Para un perro de unos 30-32 kilos, una ración, equivale a unas dos tazas)
- 1/2 taza de copos de avena (ya cocidos, en agua, sin sal ni azúcar)
- 1/4 taza de brécol, coliflor o col cocida, sin sal, cortada en ramitos
- 1/4 taza de zanahoria, o, aún mejor, calabaza cocida sin sal
- 1 taza de casquería variada, cortada en pedazos para impedir la asfixia de tu tragón de cuatro patas
ELABORACIÓN
La elaboración no es complicada. Si os lanzáis a cocinar para vuestro amado chucho, o, aún mejor, si no queréis cargaros con más trabajo y tener que cocinar específicamente para él, tenéis que recordar algunas cosas de base: los perros comen como nosotros deberíamos comer si quisiéramos vivir cien años y llevar una vida muy triste. Nada de sal, nada de azúcar y limitad las grasas. Así que si contáis con reservar algo de comida para Fido, acordaos simplemente de cocer las verduras sin sal ni especias, y añadid eso al final, en vuestro plato. Fido estará más sano si come sin sal. Y de todas maneras no parece notar la diferencia.
La proporción de cereales que dáis a vuestro perro no debe ser muy alta, ya que en la mayoría de los piensos industriales ya se encuentran en exceso (añaden mucha harina de maíz porque abarata los costes de producción), y son el principal motivo por el que los animales domésticos engordan. Así que si combináis los dos tipos de comida, la industrial y la casera, vuestra prioridad es que Fido coma vitaminas (verduras) y proteínas, especialmente estas últimas. La avena es una buena opción como cereal (mejor que el sempiterno arroz blanco) por exactamente los mismos motivos por los que es buena para los humanos: llena, favorece el tránsito intestinal y se digiere bien. Una opción diferente al brécol son las vainas (judías verdes), poco calóricas y excelentes para vuestro perro. La calabaza cocida es mano de santo para los perros con el estómago revuelto. En cambio, hay algunas frutas y verduras que son tóxicas para los perros y que nunca, nunca, deben comer: la cebolla, el ajo, los tomates, los aguacates, las uvas, las nueces y las setas en general. Otras no son muy buenas y es mejor evitarlas: los pimientos, las berenjenas, los tomates, las acelgas.
En cuanto a la casquería, os recomiendo hacerla en una sartén a la plancha, con un poco de aceite de oliva, que es excelente para el pelaje. Y dadle al extractor de humos o la casa olerá de asco. Ver unos cuarenta corazoncitos de pollo salteándose en la sartén es bastante, uh, peculiar. Especialmente si sois comedores de tofu. Simplemente recordad que la proporción de carne «muscular» (filete, pechugas y muslos de pollo, corazón) debe de ser bastante superior a la de hígado. El hígado es bueno para los perros por su contenido en hierro y en vitamina A, pero en cantidad excesiva produce efectos, eh, rápidos y no deseados. Así que poquito. Otra opción estupenda para la salud de vuestro can es el pescado: el salmón, las sardinas y el pescado azul en general. Aunque tal y como están los tiempos, creo que es un lujo hasta para nosotros.
Servir casi frío en las proporciones indicadas y observar cómo el fruto de al menos media hora de trabajo desaparece en dos minutos. Disfrutar de las miradas de adoración y de -«¿De verdad que no hay más?» de ese par de ojazos marrones. Decirse que esa mirada ha valido todas las demás en la caja del supermercado.