Cuando miro atrás me doy cuenta de que una de las cosas que más ha cambiado con los años (y probablemente con el
cáncer) es mi nivel de energía. Recuerdo que durante toda la veintena y la treintena tenía la energía suficiente para alimentar en electricidad a una ciudad -pequeña- de provincias. Hoy no creo que llegara a encender el tostador. Por eso tengo el blog un poco abandonado, porque trabajar con el sudor de mi frente y vivir (comer, ducharme, ir al súper, sacar a la perra) terminan con todas las reservas. Y no me quedan para escribir. Estoy muy ocupada durmiendo: en el sofá, en la cama, en el tren, en las conferencias, en los funerales... el número de capítulos de series que he dormido últimamente es incontable. Mi especialidad es dormirme en los policiacos, cuando el inspector por fin va a contarnos quién demonios es el asesino.
Pero no me quejo, estoy cansada, pero viva. Y tengo trabajo. Lo único que constato es que este cansancio crónico afecta a mi antaño irritante espíritu navideño. Cuando llegan las fiestas la huída se me antoja cada vez más atractiva. Hasta escribí
un cuento sobre eso. Especialmente cuando nos toca a nosotros acoger a toda la horda familiar, fantaseo con comprarme un billete de última hora a Cayo Coco, a Pittsburgh, a Santa Cruz de Tenerife, a Saskatoon, adonde sea. Y pasar las fiestas durmiendo en un hotel. Un poco triste, lo sé. En mis fantasías más ocultas lo llamo La Gran Evasión (así, con mayúsculas), pero en mi imaginación prescindo totalmente de Steve McQueen. Me avergüenza decir que a veces prescindo incluso de Monsieur M. De lo que no prescindo es de una pila de novelas de crímenes, unas tabletas de Lindt y mis peores-mejores pijamas de franela. Probablemente si se materializara, esta fantasía sería bastante deprimente y perdería encanto en los primeros quince minutos. Pero cuando tengo el antebrazo hundido en el trasero de un pavo y mientras lo relleno espero a que lleguen las masas de sobrinos, cuñadas, niños de los sobrinos y novios borrachuzos de las cuñadas, hay ratos en los que practico la visualización positiva y me visualizo roncando bajo un edredón. Cada uno sobrevive como puede. Mi técnica es hibernar.
O lo era
hasta que llegó la Chica. A la Chica le da igual que tenga sueño, un pavo por rellenar, clases por preparar y pilas de exámenes por corregir. Cuando es hora de pasear, es hora de pasear. Con medio de metro de nieve, con viento huracanado, con lluvia. Y cuando es hora de jugar, se me echa encima con sus treinta y tantos kilazos y me avasalla sistemáticamente hasta que cedo y juego. Desde que ha empezado a nevar (y aquí en Quebec llevamos cubiertos de un glaseado helado desde hace un mes), me he dado cuenta de que la Chica adora el invierno: salta en la nieve, se revuelca en ella, se la come a grandes bocados, mete la cabeza en ella hasta las orejas. El mundo es un gigantesco sorbete. Este ser peludo parece tener toda la energía y el entusiasmo que a mí me faltan. Menos mal que son contagiosos.
La Chica está resultando ser mejor alumna que algunos de mis estudiantes: mis esfuerzos pedagógicos combinados con galletitas han dado como resultado que ahora la perra da la pata, se sienta, se levanta, se acuesta, gira sobre sí misma a ritmo de salsa, recoge cosas del suelo y nos las trae, no roba comida, no se come zapatos ni bolsos, no muerde a las visitas, no se hace pis en casa sino que llama a la puerta con una campanilla para anunciar que necesita salir al jardín, respeta rigurosamente la prohibición de dormir en el sofá y subir al piso de arriba y masticar a Julieta... en suma, es el perro modelo. Salvo por un pequeño detalle: la Chica presenta un caso bastante importante de ansiedad de separación. Por lo que parece, el hecho de haber sido abandonada ha provocado que cada vez que nos vamos y la dejamos sola un par de horas, en su mente perruna ella está convencida de que no vamos a volver a ver nunca más. Y ese convencimiento la vuelve loca. Literalmente.
La hemos dejado en una habitación grande y vacía del sótano, con sus juguetes, su cama, un hueso y calefacción, y casi echa la puerta abajo. Bueno, primero se la comió parcialmente y luego la echó abajo. Hemos probado a dejarla en la galería cubierta, la primera vez consiguió abrir el cubo del reciclaje y comerse una cantidad de plástico que casi me mata del susto, y la segunda (el reciclaje sabiamente cambiado de sitio) casi consigue destrozar una mosquitera y tirarse por la ventana. Todo ello en las dos horas que pasamos en el cine. Cambio de estrategia: la dejamos fuera, en el enorme cercado con caseta que le construyó Monsieur M. en el jardín este verano. El cercado la estresa menos, pero consiguió romper la tela metálica de la puerta (destrozándose las uñas y las patas en el proceso) y escaparse al jardín. La pobre es tan obediente que, una vez libre, respetó pese a todo la prohibición de no salir de los límites del terreno y nos esperó pacientemente en el porche. Cercado, toma dos: la Chica demostró sus habilidades de equilibrista, se subió al tejadillo de su caseta y consiguió saltar la valla. Arañándose la barriga en el proceso, pobre mía. Me la encontré errando por el caminillo de bajada a casa, cuando, ya de noche, salió al encuentro del coche muy asustada. Abrí la puerta del copiloto y cuando saltó al asiento a mi lado y empezó a comerme a besos me dio una llorera que no pude aparcar durante unos minutos. La idea de que lo pase mal hasta ese punto me rompe el corazón. Y el miedo de que pueda hacerse daño. Ahora el cercado está prácticamente blindado y a prueba de fugas, pero con días a temperaturas de veintitrés bajo cero no podemos dejarla fuera durante un par de horas. Los perros también se congelan. Monsieur empieza a estar un poco desanimado de reparchetear puertas y cercados, y dice que por qué la próxima vez que tengamos que irnos sin ella no le dejamos la tarjeta de crédito y las llaves de casa para que entre y salga cuando quiera, que le va a dar menos trabajo.
Resultado: la Chica nos acompaña a todas partes. Es eso, o atiborrarla a calmantes y dejarla en casa. Por el momento es muy joven e intentamos enseñarle lo de «Di no a las drogas». Así que viene con nosotros a Costco, al banco, a la oficina de correos y a las invitaciones a cenar. Menos mal que es muy educada y se sienta muy formal en las casas ajenas. Eso sí, vigilándonos durante toda la cena, no vaya a ser una estrategia para abandonarla allí.
Entrenamiento gradual, diréis. Ya. Lo hemos probado. La Chica no tiene ningún problema con estar tranquilita royendo un hueso encerrada en cualquiera de esos sitios, la galería, el sótano, el cercado. Cuando estamos en casa podemos salir al jardín y dejarla sola con libre acceso a toda la casa y no sube al piso de arriba, no toca el sofá ni la comida en el mostrador de la cocina, se comporta como un angelito peludo. Porque sabe que estamos por ahí cerca. Ella no quiere escaparse de casa, no es tonta, sabe que está muy bien en Muffin Manor. La prueba es que cuando se fuga de todos esos sitios no se va. Ella lo que quiere es estar con nosotros.
¿Qué cuál es la relación de esta historia de evasiones perrunas y mi Gran Evasión soñada? Pues la perspectiva, chicos. Sorprendente cómo un perro puede ponerte las cosas en perspectiva. La Chica tiene sus prioridades, y la primera de la lista parece ser estar con la gente a la que quiere. Porque no sabe si será la última vez que volverá a verlos. Algo en lo que pensar cuando esas cenas familiares en Navidades os den una pereza horrible.
Para ponernos un poco en el espíritu navideño y hacer un dulce clásico para regalar a los colegas del trabajo, por ejemplo, aquí va mi última obsesión: los biscotti. Receta tradicional italiana que recibe ese nombre porque se hornea dos veces, los biscotti son muy agradecidos: se conservan largo tiempo, contienen muy poca grasa y azúcar, se pueden aromatizar a muchas cosas y son fabulosos untados en un cafecito. Bueno, en realidad, untarlos en el café es obligatorio si no queréis romperos un diente al comerlos. Quizá sea por eso mi obsesión con estos dulces tradicionales: últimamente carburo a café.
Aquí os dejo la receta y unas fotos de la Chica y los paisajes que rodean Muffin Manor. Un abrazo y tapaos bien por las noches :-).
BISCOTTI DE AVELLANAS Y CHOCOLATE
INGREDIENTES
- 1 taza de avellanas (también pueden ser almendras) peladas
- 1/4 taza de pepitas de chocolate o de un buen chocolate cortado en pedacitos
- 2/3 de taza de azúcar blanco
- 2 huevos
- 1 cucharadita de café (1/2 de té) de extracto de vainilla o de almendra (si hacéis la versión con almendras)
- 1 cucharadita de café (1/2 de té) de Gianduia, Frangélico (si utilizáis avellanas) o de Amaretto (si los biscotti son de almendra)
- 1 cucharada de té de levadura en polvo (tipo Royal)
- 1/4 de cucharada de té de sal
- 1 taza y 3/4 de harina integral
ELABORACIÓN
Precalentar el horno a 180º. Tostar las avellanas (o las almendras) en una bandeja durante unos 8 a 10 minutos, hasta que empiecen a soltar aroma y estén ligeramente doradas. Picar en mitades. Reservar.
Batir los huevos y el azúcar vigorosamente con unas varillas, hasta que blanqueen y espesen (unos 5 minutos). Cuando levantéis las varillas, la mezcla debería formar «churretes». Añadir el extracto de vainilla y el licor y batir bien.
En un bol aparte, mezclar la harina, la sal y la levadura. Añadir los ingredientes secos a la mezcla de huevo y azúcar y mezclar hasta que desaparezca la harina. Incorporar las avellanas y el chocolate. Amasar todo dentro del bol, si la masa es demasiado líquida, podéis añadir un poco de harina, pero hacedlo gradualmente y añadid sólo la necesaria para poder sacar la masa del bol y trabajarla en la encimera. Darle la forma de medio «tronco», una media luna bastante aplastada. Unos 30 cm. de largo y unos 6 de ancho, pero... ¿quién demonios piensa en medir cuando amasa?
Hornear unos 25 minutos en una bandeja de aluminio de las de hacer galletas previamente aceitada, hasta que los bordes estén ligeramente dorados y la masa empiece a ponerse firme. Sacar del horno y dejar enfriar en la bandeja encima de una rejilla. Bajar la temperatura del horno a 165º.
Pasar la masa con mucho cuidado a una tabla de cortar, y cortarla en rebanadas de un centímetro más o menos. Si la masa se rompe mucho, esperad a que se enfríe un poco más. Si no utilizáis chocolate la masa se cortará más fácilmente.
Colocar los
biscotti de nuevo en la bandeja, y hornear unos 10 a 15 minutos. Darles la vuelta. Hornear unos 10 a 15 minutos más o hasta que estén dorados. El tiempo puede variar dependiendo de si habéis utilizado chocolate o no, y de la cantidad de harina que hayáis añadido durante el amasado. Sacar del horno, dejar enfriar y guardar en una lata hermética. Se conservan estupendamente durante más de dos semanas. Si son para regalar, podéis atar varios con un lazo o un cordel rojo, y presentarlos con un paquete de buen café. La versión de chocolate y pistacho que aparece en las fotos podéis encontrarla
aquí, aunque sin mi toque saludable.