Estoy un poco preocupada. Creo que esta, ajem, «ligera» irritación que me invade últimamente y que yo atribuyo en parte a la perimenopausia (desde que tuve
la Big C me están inhibiendo los estrógenos a saco... parece que producía suficientes para abastecer a un país de la talla de Mónaco), se me empieza a notar en la cara. Inluso cuando no estoy particularmente de mal humor. Y eso que razones para la cólera no me faltan. Ni a mí, ni a cualquier ser dotado de una vagina (o no dotado y que se identifique como mujer).
La inhibición de estrógenos, aunque probablemente sea la única inhibición que practico (esa, y la de no arremeter contra alguien con un bate de béisbol en ciertas ocasiones), produce como efecto secundario el engorde (ya no tengo ni que comer donuts... solo pensar en ellos y reviento las costuras de los vaqueros pitillo), los sudores nocturnos que hacen que una no transpire como una persona normal, sino como un camión cisterna, y una mala hostia generalizada y unas ganas de acabar con el patriarcado a golpes del ya mencionado bate. Y es que, citando libremente a la maravillosa tuitera Embajadora del Odio, esto del patriarcado en España (y no solo en España), es como la barra de herramientas de Windows: una vez que está instalada por defecto, no la quita ni Cristo.
Bueno, igual lo de la mala hostia ya era un rasgo que me caracterizaba antes de que me bajara el nivel de estrógenos, y lo de las ganas de acabar con el patriarcado también. Yo ya era aprendiz de feminista antes de que estuviera de moda (yupi, ya era hora) y de que existieran compañeras admirables como
Barbi Japuta, y lo digo sin presumir (no soy pionera de nada, solo vieja), porque era una feminista pésima. Lo de calificarme de aprendiz, es porque el feminismo es una metamorfosis. A veces da acelerones a velocidad de Hulk, y a veces es algo más progresivo. Una nace, el sistema establecido empieza por agujerearle los lóbulos de las orejas, y no para de agujerearle su sentido de la autonomía, su validez, su capacidad de ocupar el espacio público y su autoestima, hasta que o una se harta o se doblega. Yo opté por hartarme.
Con lo que leo últimamente en los periódicos españoles (mi principal fuente de información sobre lo que pasa en la piel de toro, me temo... aunque intento leerlos variados), los motivos para la mala hostia, perimenopáusica o no, abundan. Entre las Manadas de sanos hijos de... del católicobeneméritopatriarcado; los jueces pornófilos que inquietan (pienso en si tendrá una pareja, pobre ella) por sus extrañas nociones de lo que es el disfrute femenino; lo que la ley española considera como violación; las insistentes columnas de Javier Marías, que ha decidido ajustarles las cuentas a todas las mujeres que lo rechazaron cuando tenía mucho acné (no se pierdan la próxima semana el grandioso artículo «Si es que lo van pidiendo, con esas faldas tan cortas que llevan» en El País Ranciomachista, el periódico de los que quieren que todo siga igual), etc. etc, a veces me digo que tomarse una pausa de tanta bonita información me sentaría de miedo. Justamente, de miedo, me está sentando estar tan informada de lo que pasa en la, euh, patria.
En fin. Que me pierdo. A lo que iba. A si mi «ligera irritabilidad» de cuarentona en hormonoterapia se me nota en la cara, por lo que me ha pasado esta tarde cuando he entrado en una tienda de la cadena Staples, que aquí se llama Bureau en Gros y que recupera aparatos electrónicos. Si aún pueden ser reparados, los manda a una escuela de formación profesional para que los chavales practiquen con ellos. Si están totalmente inservibles, supuestamente se ocupan de reciclar todos los metales y contaminantes. Yo iba roja de un encantador sofoco y con un cadáver de impresora en los brazos. La cajera llama a la gerente cuando me ve, porque ella es nueva y no sabe muy bien cómo va lo del reciclaje. O porque le doy miedo, vete a saber. Mientras la gerente rellena el formulario de cesión del aparato que tengo que firmar, aprovecho para hacerle una pregunta:
Señora Perimenopáusica: - «Justamente, tengo un ordenador portátil del que también me quiero librar, pero la batería está tan muerta que no consigo encenderlo para formatear el disco duro. Y claro, no me apetece darlo lleno de información. ¿Qué me recomienda?»
La gerente me mira con una sonrisa juguetona y me dice: -«Fácil. Desatornilla la base y le suelta unas hostias al disco duro con un martillo. Y nos lo trae. Voilà.». La gerente, una señora un poco mayor que yo, como en unos cincuenta discretos y elegantes lo dice así, «soltar unas hostias». Empieza a caerme bien.
Yo, digoo, Señora Perimenopáusica, pensativa: -«Entonces, más que de formatear, estamos hablando de formartillear.»
Gerente, me mira con cierto afecto: -«Exactamente, madame. Yo la veo a usted capaz.»
Yo: -«Oh, por capaz, soy perfectamente capaz, créame. Va a ser un placer.» (Pienso en lo que realmente entiendo yo por placer, y por «tener una actitud distendida y de jolgorio», y me dan ganas de preguntarle si no tiene en la trastienda algo para formartillear ya mismo, a falta de no poder formartillear algunas cosas del sistema operativo de mi país natal).
Gerente (inclinándose un poco para acercarse a mí, por encima del mostrador del servicio al cliente) susurra: -«Usted déle. Que motivos no nos faltan.»
Si esto no es sororidad de manual, no sé yo qué puede serlo.