Una noche fría de finales de octubre en Quebec, una profesora española cuenta una historia junto al fuego. Su auditorio es su vieja amiga Violeta, que ha venido a visitarla un par de semanas. Es uno de esos anocheceres encapotados y glaucos de finales de octubre en la región de los Laurentides, cuando los árboles que rodean Muffin Manor han perdido su esplendor rubí y amarillo, y solo queda el cobre de las hojas secas y el verde negruzco de las coníferas. Fuera, las ramas casi desnudas se mueven con el viento. Dentro, la chimenea arde y las dos amigas rodean con las manos sendas tazas de chocolate, las mejillas aún frías del paseo con Kraken, el perro de la casa, que duerme satisfecho en su rincón del sofá. El resplandor tamizado de las lámparas contribuye al calor de la habitación.
- «Esta es la historia de la Maldición del Cementerio Indio», comienza la anfitriona. Hace una breve pausa a modo de preámbulo, para dar más efecto a su palabras. Una oportuna y violenta ráfaga de viento (el tiempo ha sido tormentoso durante los dos últimos días, y las temperaturas en descenso anuncian que la nieve está cerca) hace que las ramas de la enredadera que cubre la fachada de la casa golpeen contra el cristal de la ventana del salón. Violeta se sobresalta un poco y mira afuera, al anochecer que se oscurece a toda prisa. Contenta del clima que se ha creado, la anfitriona prosigue: - «Érase una vez (las historias hay que comenzarlas como es de ley) una pareja que vivía en Montreal, en una barraca montrealesa típica de los años 50. Ella era de origen inmigrante y se dedicaba a la enseñanza y a escribir y cocinar compulsivamente. Él era quebequés, grande, fuerte, zen y había eliminado el apego».
- «Esa pareja me resulta extrañamente familiar», observa Violeta.
- «Tú escucha y calla», dice la narradora, con una soltura producto de muchos años de amistad. «Pues bien: la pareja en cuestión estaba bastante harta de las reformas interminables de la barraca, reformas que hacían ellos mismos, con la ayuda ocasional de un operario un poco peculiar».
- «Ese operario... ¿no sería un tipo bretón que se llamaba Jules, no? Porque me suena bastante». Insiste Violeta.
- «El nombre da igual. Calla y tómate el chocolate antes de que se enfríe. Le he echado marshmallows». Violeta, obediente, se aplica a sorber los marshmallows en miniatura que flotan y se funden encima de la espumosa taza de chocolate. - «Como decía, la pareja estaba harta de las reformas de la barraca y de vivir en la ciudad. Especialmente él, que era lo menos urbanita del mundo. Así que cuando ella terminó sus estudios y encontró un trabajo, decidieron vender la barraca montrealesa e irse al campo. Bueno, al campo no. Sería más exacto decir al bosque. Muy lejos de la ciudad y de toda civilización. Al sexto pino».
Violeta abre la boca con la intención de decir algo, pero un «chuuttt» autoritario le hace pensárselo mejor. Mira su taza de chocolate y da un buen trago, pintándose un bigote de espuma. Mientras se relame, su buena amiga continúa: - «''Compremos nuevo'', decía la pareja antes de encontrar la cabaña en el bosque de sus sueños. ''Y no tendremos que hacer obras'', añadían. Así que se mudaron, ellos y sus dos gatos, una gata geriátrica y un gato... corpulento.
- «Lo dicho... muy familiar, todo», dice Violeta. Su amiga coge una galleta del plato y se la inserta en la boca. Violeta no parece muy desdichada con la situación.
- «El primer año, todo fue bien. La pareja se instaló, pintaron y decoraron Muffin Manor a su gusto, es decir, al gusto de ella, y vivieron felices y cubiertos de pelos de gato. Al segundo año de vivir allí, empezaron a pasar cosas».
- «¿Cosas? ¿Qué quieres decir con cosas? ¿Qué tipo de cosas?»
- «Sucesiones de eventos desafortunados. Al principio fueron cosas pequeñas, y la pareja no las asoció unas con otras. Zonas del terreno en las que la vegetación moría de manera inexplicable, zonas circulares, perfectamente delimitadas. Como una quemadura. Animales muertos que aparecían en el jardín: perdices, liebres, hasta esqueletos de ciervo. Ellos lo atribuían a los depredadores habituales de la región: zorros, coyotes. Lo raro era que normalmente esos depredadores devoran a sus presas, no suelen abandonar los cadáveres enteros».
- «Quizá los habitantes de la casa sorprendieron a los animales antes de que pudieran comerse a las presas», apunta Violeta, ahora más atenta a la narradora de la historia que a su taza de chocolate.
- «Eso pensaron ellos. Pero los eventos se multiplicaron. La lavadora desbordaba sin que ni él, bastante manitas en cosas de fontanería, ni más tarde el fontanero (al que llamaron tras varias inundaciones del lavadero) pudieran explicarlo. Las luces explotaban al encenderlas, literalmente. El electricista tampoco pudo aportar una explicación, en una casa de nueva construcción y con una instalación eléctrica tan reciente. Invasiones de insectos en cantidades fuera de lo normal para la región y la época del año: avisperos numerosos, algunos de ellos subterráneos (los más peligrosos si alguien desafortunado mete el pie dentro), invasiones de orugas que cubrían literalmente la fachada de la casa, mientras los vecinos más cercanos no tenían ese problema. Nidos de culebras silvestres, que se retorcían en un amasijo en el porche delantero y disuadieron a la propietaria de sentarse plácidamente en el escalón de la entrada con su café matinal.»
- «Ugh, ugh, ugh», dice Violeta, arrugando la nariz.
- «La pareja decidió eliminar la piscina del jardín tras pagar cantidades de dinero astronómicas para reparar numerosos problemas. Lo decidieron la mañana en la que encontraron al gato de los vecinos ahogado, flotando en el centro. Ella no entendió al principio qué era aquella mancha blanca y negra: fue cuando se acercó a la piscina que se dio cuenta. El pobre animal había intentando -en vano- salir de la piscina, y había hecho profundos arañazos en la pared de plástico. Las semanas siguientes, él tuvo que deshacerse de los cadáveres de una liebre, un mapache y dos ardillas. ''Si sigo así, voy a dedicarme a sepulturero'', bromeó con ella. ''Pues nuestros gatos no han sido, son demasiado perezosos hasta para cazar ratoncillos'', dijo ella, ''aún menos para matar a un mapache que es casi del doble de su tamaño''.
Las noches en las que él estaba en Montreal dando sus cursos, ella solía oír ruidos de patas y zarpas correteando y arañando el tejadillo del primer piso. Las primeras veces se asustó mucho, con la oscuridad era imposible ver qué animal hacía ese ruido, a pesar de que salió numerosas veces a mirar,con una linterna y todo el coraje del que disponía, ella, que había vivido toda su vida en la ciudad.»
Violeta escucha, los ojos muy abiertos. Alarga una mano sin mirar, y, como para reconfortarse, acaricia la masa sólida y oscura del Kraken, que ahora ronca a pata suelta en el sofá. Los ronquidos restan un poco de dramatismo a la historia, en este crepúsculo ventoso y un poco lúgubre.
«Los sonidos de animales continuaron, sin que ninguno de los dos encontrara ni rastro de lo que los producía. ''Mapaches'', concluyó él. ''O ardillas''. No te preocupes, por aquí no se suele ver a muchos osos pardos y de todas maneras, meterían más ruido''. ''Siempre tan tranquilizador'', gruñó ella. ''Podrías haberme advertido antes de mudarnos del mal rollo que puede dar el campo a veces''. ''A mí solo me da mal rollo lkea un sábado, mon p'tit loup'', replicó él, besándole el pelo. Y las cosas parecieron calmarse durante un breve periodo de tiempo. Adoptaron a un perro en la protectora de animales, y toda la familia parecía entenderse bien. »
- «De verdad que esa pareja me suena mucho. Ya, ya me callo. Sigue contando, yo voy a ir calentándonos una sopita para cenar.» Violeta la anima a seguir, mientras sirve en sendos tazones una crema de calabaza de un naranja profundo.
- «Fue a partir de ese momento cuando las cosas se pusieron feas. Encontraban calaveras de ciervos tan a menudo que él bromeaba con empezar a fabricar lámparas con ellas y venderlas. A uno de los gatos, que empezaba a aclimatarse al cambio de paisaje lo suficiente como para aventurarse a salir al jardín, le ocurrió algo extraño después de uno de sus primeros paseos por el terreno. Una mañana fría de septiembre llegó a una de esas ''calvas'' inexplicables que se producían en el césped a pesar de los cuidados que le prodigaba la pareja, y se cayó cuan largo era. Ella lo vio desde la ventana, corrió a recogerlo, y lo llevó al veterinario. Lo llevaba en el regazo mientras conducía, el pobre animal inmóvil, pero aún respirando suavemente. El veterinario tuvo que administrarle la eutanasia el mismo día. Un cáncer fulgurante. Lo enterraron en un islote junto al estanque, él llorando todo el tiempo mientras cavaba el agujero, y ella plantó bulbos de crocus blancos, que son las primeras flores que aparecen en el deshielo. Es por eso que aquí en Quebec los llaman los ''perfora nieves''. Durante semanas y semanas ella fue incapaz de mirar hacia el pequeño túmulo de piedras con el que él marcó la pequeña tumba, sin ponerse a llorar. A partir de ese día, todo empezó a acelerarse.
Él empezó a notar dolores en el mentón y en el tórax, dolores fuertes que le impedían dormir. Se le hincharon los ganglios de manera anormal, y le diagnosticaron un linfoma incurable. La quimioterapia podía ralentizar mucho el progreso del cáncer, así que tuvo que pasar por numerosos ciclos muy duros. Ella pasó el verano limpiando y vaciando el trastero de objetos inútiles, como si despojarse de lo que no fuera estrictamente necesario fuera a ayudar a que la vida no abandonara a su hombre. Lo cierto es que se sentía impotente y necesitaba ocuparse en algo. Cuando él acababa de terminar el tratamiento y daba muestras de responder muy bien, ella estaba moviendo cajas en el sótano y descubrió unas horribles manchas negras en el suelo y las paredes, en un rincón del trastero. Temerosa de que ese moho se extendiera y perjudicara al ahora casi inexistente sistema inmunitario de él, llamó a un reparador. Dos semanas más tarde descubrían que la casa tenía graves problemas de drenaje, y que esa humedad y ese frío que nunca conseguían eliminar del todo, se debían a que estaban viviendo con veinte centímetros de agua acumulada bajo el parqué del sótano. Así que aseguradoras, reparadores, fontaneros, y una buena parte de sus economías pasaron desfilando durante el tiempo que tardaron en achicar el agua de ese lago interior. El otoño llegó de nuevo y pasó. La nieve cubrió todo el jardín y él, repuesto de su cáncer, reconstruyó el suelo y las paredes del sótano. El deshielo, que siempre parece que no va a llegar jamás, terminó por fundir toda la nieve, y los crocus de la tumba del gato brotaron... de un color violeta muy oscuro. ''Un error en el etiquetado'', pensó ella. Salvo que la primavera anterior habían brotado blancos. No le dio muchas vueltas, estaba ocupada en otras cosas.
Y fue entonces que encontraron el primer indicio. Ella al principio no lo asoció con nada de lo que estaba ocurriendo. Su naturaleza profundamente cartesiana se lo impedía. Fue una broma de una amiga, tras un accidente que terminó con uno de los coches de la pareja (pero del que ella salió ilesa), que comentó ''Pobrecita mía, tanta mala suerte seguida es casi imposible, a ver si esa casa vuestra está construida encima de un cementerio amerindio y habéis pescado una maldición...''. Ella rió de buena gana y no le dedicó ni un minuto de sus pensamientos al tema. Hasta que la excavadora que tenía que rehacer el canal de drenaje en torno a la casa desenterró el primer montón de huesos.»
Violeta, con las manos ocupadas por dos tazones de sopa y un par de servilletas colgadas del antebrazo, detiene el movimiento de alargar el cuenco a su amiga y se queda mirándola, un poco boquiabierta.
La narradora la mira, y hace un movimiento de cabeza, como asintiendo. Toma el tazón de manos de su amiga y sigue contando. «La pareja llamó a la Sûreté du Québec, la policía provincial. Los restos parecían viejos y debatieron brevemente llamar al servicio de arqueología de los parques nacionales, pero ninguno de los dos podía afirmar que no eran recientes. Así que la policía mandó a gente del servicio de identificación forense, que vinieron, inspeccionaron la excavación, recogieron muestras de tierra y se llevaron los huesos tras envolverlos con extremo cuidado. Los restos eran claramente humanos, puesto que entre ellos había un cráneo. Prometieron dar noticias. Pasaron algunas semanas. Los ruidos nocturnos en el tejado empeoraron, siempre cuando él no estaba en casa. Una noche sonó un golpe tan fuerte en el tejado, que ella le llamó por teléfono y le pidió que viniera a casa. No vieron lo que era, pero hablaron con el servicio de la Fauna por teléfono. Les dijeron que era posible que un oso pardo se hubiera aventurado cerca de la casa, en primavera suelen estar hambrientos.
A pesar de todos los infortunios, la pareja era bastante feliz. La salud de ambos iba bien, y se sentían capaces de enfrentarse a todo con apoyo mutuo. Su gata geriátrica murió también, esta vez de manera menos inesperada. Él la enterró junto a su primer gato y comentó algo sobre abrir un cementerio de mascotas. Siguieron con su rutina: las clases, los paseos por el bosque con el perro. Ella solía encontrarse con uno de sus vecinos durante esos paseos, el propietario de un bosque colindante, que solía ir a cortar madera para su estufa de leña. Esos encuentros, un poco incómodos al principio, empezaban a ser algo deseable, porque en algunos de los paseos ella había notado cosas extrañas. Como un claro bastante parecido a esas zonas agostadas del jardín, un claro casi perfectamente redondo, con la hierba amarilla de un aspecto quemado. En ese claro reinaba un silencio extraño, cuando ella llegaba con el perro y se paraba a escuchar, los pájaros y los insectos parecían haber desaparecido.
A veces, el vecino y ella conversaban un poco. En una de esas conversaciones, el vecino, un tipo enjuto, serio y más bien circunspecto, le contó, notando su acento extranjero, que esa región en la que vivían solía ser territorio amerindio, concretamente atikamekw. Tras mascullar un comentario vagamente racista, observó que ahora los atikamekw vivían en las reservas y vendían ''porquerías a los turistas''. Y desapareció. Y cuando digo desapareció,lo digo literalmente: esa fue la última vez que ella lo vió. Días más tarde tuvo un accidente con su vehículo todoterreno y murió en el acto. Las tierras se vendieron y el nuevo propietario no era muy fan de los perros, así que ella cambió la ruta de sus paseos.
El servicio de identificación forense llamó y confirmó que los restos encontrados eran humanos, que tenían unos doscientos años, y que por restos de cuero y de ropa recogidos junto a la osamenta, probablemente pertenecían a un hombre de las Primeras Naciones, como llaman aquí a las tribus amerindias autóctonas de Quebec. Les dijeron que les mandarían unos documentos para firmar, dándoles permiso para conservarlos y exponerlos en un museo. Tras esa llamada, ella empezó a investigar un poco en Internet sobre los pueblos amerindios originarios de esa región, pero al cabo de un tiempo, olvidó el tema.
Un nuevo problema en la casa (esta vez de desagüe), hizo que que la pareja tuviera que excavar de nuevo en el jardín. Esta vez la pala mecánica tropezó con un esqueleto completo, casi intacto. Cuando los llamaron para ir a echar un vistazo, vieron que estaba acostado de lado, en posición fetal. Y que a sus pies había un par de objetos, uno de ellos parecía un cuchillo. De nuevo llamada a la Sûreté, y esta vez tras oír las palabras ''fosa común'', ella se puso a investigar de nuevo, esta vez con bastante más ahínco, sobre ritos funerarios amerindios.»
-«¿Y?», la apremia Violeta.
- «Muchos pueblos amerindios de Canadá, como los hurones, los iroqueses o los innus, entierran a sus muertos en fosas comunes. En posición fetal, como símbolo del renacer después de morir. Con objetos que pueden necesitar en el Más Allá. También celebran una Fiesta de los Muertos». Breve silencio y mirada a la calabaza decorada en la repisa de la ventana, lista para Halloweeen. «Se cree que--» un ruido enorme en el tejado, con una vibración que repercute en toda la casa, la interrumpe. Las dos amigas miran al techo, y tragan saliva ruidosamente. Kraken se levanta de un salto y corre hacia la puerta. Se planta delante y empieza a gruñir de manera, sorda, baja.
La narradora se fuerza a mirar a la chimenea, como si no escuchara el ruido de un correteo de patas y de arañazos que proviene del tejadillo exterior que cubre el porche. Ninguna de las dos hace la más mínima mención de salir. Ella llama al perro, que no le hace caso, y mira a través de la puerta acristalada con la cabeza gacha, las orejas pegadas al cráneo y la cola entre las patas.
-«...se cree que hacer ofrendas como platos de comida, armas de caza y ropas, puede aplacar a los espíritus de las personas enterradas. Como pagar un precio por la paz eterna». Termina, mirando la cara asustada de su amiga mientras el perro sigue gruñendo cada vez más alto frente a la puerta principal. El gruñido, viniendo de un animal normalmente dulce y sumiso, hace que los pelos de los brazos de Violeta se ericen.
- «Y-y qqué-qu-qué vas a hacer?», pregunta Violeta, olvidando usar la tercera persona.
- «Mañana es Halloween. He preparado pan, he apartado algunas prendas de ropa, he comprado un cuchillo de caza. Tú y yo vamos a cavar, bonita».
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SOPA DE CALABAZA Y BONIATO AL CURRY ROJO TAILANDÉS
INGREDIENTES (para unas 4 a 6 raciones)
- 1 cucharada sopera de aceite de oliva
- 1 cebolla mediana, picada en daditos
- 2 dientes de ajos, en rebanadas
- 1 cucharada sopera de jengibre fresco rallado (o 2 de té de jengibre en polvo)
- 1 cucharada sopera de pasta de curry rojo tailandés
- 1 cucharadita de té de cúrcuma rallada (yo encuentro fresca, pero en polvo también vale)
- 1 boniato, pelado y cortado en cubos
- 2 zanahorias grandes, peladas y cortadas en rodajas
- 1 taza de calabaza, en dados (yo he usado butternut)
- 4 tazas de caldo de verduras (o de pollo, si no sois vegetarianos)
- 3/4 de taza de lentejas rojas
- 1 cucharada sopera de salsa de pescado asiática (ídem que por el caldo de pollo, salsa de soja si queréis que la receta sea vege)
- 1 cucharada sopera de jugo de lima
Después de la cocción:
- 1 lata de leche de coco
- 1/4 de cucharada de té de sal (o al gusto)
- 1 cucharada de té de salsa de pescado
- 1 cucharada de té de jugo de lima
ELABORACIÓN
Calentar el aceite en una cazuela. Sofreír la cebolla a fuego medio-alto hasta que se ponga translúcida. Añadir el ajo y el jengibre, sofreír durante un minutillo más. Agregar la pasta de curry y la cúrcuma y revolver para que coloree bien la cebolla, hasta que huela. Más o menos un minuto.
Añadir la calabaza, la zanahoria y el boniato en cubos, sofreírlos un poco, echar las lentejas, la salsa de pescado y el jugo de lima. Verter el caldo y cuando rompa a hervir, bajar el fuego y dejar hacer hasta que las zanahorias y la calabaza estén hechas. Unos 40 minutos.
Batir todo hasta obtener una crema untuosa. Echar la leche de coco, la salsa y el jugo de lima. Batir un poco más y corregir de sal. Servir con pepitas de calabaza y un hilo de leche de coco, acompañada de una buena historia de miedo.