viernes, 26 de febrero de 2010
lunes, 22 de febrero de 2010
Encuentros
miércoles, 17 de febrero de 2010
No quiero ir al cole
"Los hombres inteligentes quieren aprender; los demás, enseñar". - Anton Chejov
"En el principio Dios creó idiotas; eso fue para practicar. Luego creó las juntas escolares. " - Mark Twain
Soy profesora. Tranquilos, no es contagioso. Ahora mismo busco trabajo, pero me temo que ser profe es algo que más que tener un contrato. He enseñado a gente mayor, y en primaria, y en secundaria, a más de trescientos alumnos por año, de todas las edades entre los cinco y los diecisiete años, y a veces hasta los setenta y cinco. He ejercido esa profesión en Canadá, pero sospecho que muchos de los problemas que existen en las escuelas de aquí se parecen a los de allí, salvo que quizá, por lo que me ha comentado una amiga que es profe en España, aquí los padres son un pelín menos peligrosos. Lo digo porque aquí aún no he visto nunca a un padre irrumpir en plena clase gritando al profesor "te voy a romper la cara", pero dadle tiempo al tiempo.
Yo vengo de la generación de la tarima de madera, en la que el profesor estaba -y no sólo físicamente- por encima de los alumnos. Una generación en la que los padres te daban un castigo de propina si se enteraban de que la profe te había castigado, reforzando así su autoridad. Y ahora que menciono la autoridad, vengo de una generación en la que palabras como "autoridad", "disciplina", "esfuerzo", no eran consideradas como palabrotas antipedagógicas. Tampoco tengo la impresión que los de mi quinta hemos salido especialmente traumatizados de la escuela.
Por supuesto que tuve profesores horrorosos. De hecho, todos los buenos profesores se esfuerzan por mantener vivo el recuerdo de cuando ellos fueron alumnos, para no reproducir las mismas barbaries. Soy plenamente consciente del poder que un buen o mal profesor tiene sobre los alumnos, especialmente los más pequeños. Yo odio las matemáticas y todo lo que tenga que ver con números, gracias a una profesora que nos aterrorizó durante el bachillerato, época en la que las mates se complicaban considerablemente. Está claro que mi minusvalía numérica innata no me predisponía a adorar la asignatura, pero una profesora más humana hubiera ayudado a que al menos no la detestara.
También recuerdo una profesora de gimnasia que parecía haberse propuesto que aborreciéramos toda forma de ejercicio físico. Y que lo consiguió, al menos en mi caso, poniendo en evidencia repetidas veces mi torpeza y mi falta de coordinación y de gracia, a una edad en la que ya de por sí hasta los más atléticos parecen estar incómodos dentro de sus propios cuerpos.
Mucho más tarde, ya adulta, cuando descubrí otros deportes que no requerían esa feminidad y ligereza de la gimnasia rítmica y el ballet, me sorprendió a mí misma cuánto me gustaba moverme. Probablemente hubiera sido mucho más deportista de lo que soy si las cosas en la escuela hubieran sido diferentes (mis padres no practicaban ningún deporte). Pero culpar toda tu vida a los profesores o a los padres tiene sus límites: llega un tiempo en el que hay crecer y asumir la responsabilidad personal. Aunque aún haya momentos, en medio de mi jogging cotidiano, en los que no puedo reprimir un simbólico corte de mangas a aquella amarga profesora.
Por el contrario, tuve un genial profesor de historia en COU, unas profesoras de EGB a las que recuerdo como a segundas madres (ah, la seño Cristina, en segundo, que me llevaba de la mano hasta el patio, cuando yo aún era una niña aquejada de una timidez brutal).
Y ya adulta, mi director de tesina, monsieur P., ese lingüista doctísimo, barbudo, judío y jubilado, es mi ídolo pedagógico. Sin él nunca hubiera terminado de revolucionar el mundo de la lingüística. Durante estos dos últimos años ha sabido mantener un equilibrio perfecto entre un positivismo a prueba de bomba (en los dos sentidos, el práctico y el filosófico), un humor alentador y una exigencia académica despiadada. Era capaz de contarme un chiste rijoso y acompañarlo de una referencia erudita tan oscura que yo necesitaba dos días y varios libros y diccionarios para entenderla. Apreciaba en su justa medida los enormes esfuerzos que he tenido que hacer para escribir en francés académico, y parecía saber perfectamente cuándo necesitaba de él un comentario confortador y cuándo una patada en el trasero. No todos los profes pueden dosificar adecuadamente ambas cosas.
Así que en efecto, como decía al principio, soy plenamente consciente de la influencia de un profesor en la vida de un estudiante.
Podría escribir un libro sobre el tema pero probablemente sería infumable, por consiguiente, me limitaré a constatar lo que he observado durante mis años de práctica:
1. Siempre me divierte ver cómo los padres reprochan a los profes algunas de las cosas normales que pueden ocurrir en la escuela (accidentes, peleas, olvidos); yo he tenido clases de 36 niños de cinco años y me las arreglaba para mantenerlos en orden, concentrados, moderadamente respetuosos, entretenidos, contentos de aprender y vivos. Sin ayuda de otro adulto ni de calmantes. Sobre todo cuando algunos padres no son capaces de controlar a dos niños.
Quizá esta dificultad para controlar a los retoños tenga algo que ver con el desuso generalizado en el que ha caído la palabra cimentadora de la educación: "NO". En algún punto de la pasada década, los nuevos padres han pasado al otro extremo: de un autoritarismo irracional a un "soy coleguita de mis hijos" radical. Y en el proceso han olvidado que aprender a ganarse las cosas por el esfuerzo y la paciencia, a hacer cosas necesarias que no siempre nos apetecen, y a aceptar la frustración de no obtener siempre lo que queremos, forma parte de crecer.
2. Ser profe no está pagado para la cantidad de trabajo y el nivel de preparación, vocación, paciencia y amor (sí, amor, porque queremos a los niños que tenemos en clase, por mucho que eso sorprenda) que requiere. Si me hubieran pagado cada hora de preparación, cada hora extra pasada en un pasillo a pasar kleenex a un niño o adolescente dolorido, a escuchar quejas de padres que nunca se acuerdan de mi asignatura hasta que ven las notas de mayo y entonces piensan en la media global, a mediar en conflictos de todo tipo, hace mucho que hubiera terminado de pagar la hipoteca.
En Quebec, los trabajadores de la enseñanza baten récords de depresiones por agotamiento profesional, junto con las enfermeras. Dos profesiones que tienen en común su carácter vocacional (al profesor al que no le gusta enseñar, le espera una vida sumamente infeliz, y a sus alumnos también), y la entrega personal desinteresada, que va más allá de horarios y convenios colectivos. La falta de reconocimiento de su importancia también es un punto común.
3. Los profesores son formados y contratados para enseñar (subrayo este verbo), y no para educar. La educación, el respeto, la disciplina, son cosas que se aprenden en casa, con los padres. Pero tengo la impresión de que cada vez más se delega en los profes el rol de padres.
En los últimos años he tenido que enseñar a chavales de 6 años (¡y de 16!) a dar las gracias, decir "por favor" y "buenos días" ( y no durante el curso de español), a resolver un conflicto sin llegar a los puños, a atarse los cordones de los zapatos, a leer la hora en un reloj, a sonarse la nariz y a usar un cuchillo y un tenedor o la servilleta, para que quien comparta mesa con ellos en la cafetería no pierda instantáneamente el apetito. Hacer todas esas cosas me ocupaba tiempo, un tiempo en el que no hacía el trabajo por el que supuestamente me pagaban: enseñar un idioma y enseñar artes plásticas. Las he hecho sin problema, contenta de poder ayudarlos, porque alguien tenía que hacerlo. Todas estas cosas a mí me las enseñaron mis padres, en casa. Formaban parte de la educación.
Un besazo a todos los padres y madres que entienden la diferencia y hacen su parte, permitiendo así que gente como yo pueda concentrarse en su trabajo: enseñar.
PD: (La recomendación literaria del día: "Chagrin d'école" -"Mal de escuela"-, de Daniel Pennac. Lectura imprescindible para todos los profesores.)
domingo, 14 de febrero de 2010
Everyone Says I Love You
Así que hoy tendréis que conformaros con este borscht, humilde pero festivo. Normalmente sigo la receta clásica y dejo las verduras troceadas, pero la versión en puré de hoy se debe a que un virus maligno ha inflamado gargantas (que no pasiones) por estos lares.
sábado, 13 de febrero de 2010
miércoles, 10 de febrero de 2010
Pecados de Pecán
En Quebec, un petit suisse no tiene nada que ver con queso fresco. A nadie se le ocurriría comerse un suisse a cucharadas. Estos simpáticos y diminutos roedores (foto, arriba) fueron uno de los primeros contactos con la fauna local que tuve al llegar a Quebec, en mi primera acampada. Para alguien como yo, que viene de una ciudad con la mayor densidad de población por metro cuadrado del País Vasco (y cuando uno intenta dormir en una noche de verano, da la impresión que es la misma que la de Tokio), estas ardillas diminutas e hiperactivas son de lo más salvaje. Mi segundo contacto con la fauna salvaje local fue cuando conseguí un puesto de profesora en una escuela secundaria. Pero ésa es otra historia, y será contada en otra ocasión.
Como soy de lo más cíclica, siempre me pasa lo mismo en esta época del año: a mediados de febrero empieza a cansarme salir a la calle y encontrarme este eterno congelador que es el invierno quebequés. Empiezo a soñar con vegetación (la que sea, con tal de que sea verde y esté viva, las acelgas de la cena no cuentan), con sitios cálidos como la Toscana, la Provenza, Creta, Carolina del Sur, Louisiana, hasta la Rioja me hace suspirar :-).
INGREDIENTES (Para 5 tartaletas) :
(Receta de Pecan Tassies, de Martha, cantidades ligeramente modificadas, porque siguiendo las suyas da un relleno muy escaso. También he cambiado un poco la cantidad de mantequilla y el tiempo de horneado.)
Para la masa:
- 1/2 taza de nueces de Pecán peladas
- 1/2 taza de queso mascarpone
- 4 cucharadas soperas de mantequilla a temperatura ambiente
- 3/4 de taza de harina
- una pizca de sal (la pizca es una unidad de medida universal, por si no lo sabíais)
Para el relleno:
- 2 huevos
- 1/2 de taza de azúcar moreno
- 4 cucharadas soperas de sirope de arce (o miel, si no lo encontráis)
- 4 cucharadas de té de extracto de vainilla
- 1 cucharada sopera de mantequilla, a temperatura ambiente
- 1 cucharada sopera de mascarpone
- dos pizcas de sal
- 1 taza y 1/2 de nueces de Pecán peladas
ELABORACIÓN:
Precalentar el horno a 180 grados. Preparar la masa: Tostar las nueces de Pecán en una sartén, vigilando para que no se quemen. Molerlas finas en el robot de cocina (o en un molinillo de café). Deberíais obtener 1/2 taza de nueces molidas. En un bol aparte, mezclar juntos el mascarpone y la mantequilla. Añadir la harina, las nueces molidas y la sal. Incorporar bien hasta formar una masa homogénea.
Separar bolas de masa de la talla de una mandarina pequeña, ponerlas en los moldes de las tartaletas y presionarlas y extenderlas con los dedos hasta que cubran cada molde.
Batir el azúcar moreno con la sal, la mantequilla y el mascarpone. Añadir los huevos, el sirope de arce (o la miel) y la vainilla. Tostar ligeramente las nueces en una sartén hasta que suelten su aroma, y mezclar brevemente al final. Rellenar cada tartaleta.
Hornear hasta que la masa se dore y que el centro haya cuajado (comprobar con un palillo), entre 35 y 40 minutos, depende del tamaño de vuestros moldes. Barnizar en caliente con una brocha untada en un poco de sirope de arce cuando las saquéis del horno. Esperar a que se enfríen antes de desmoldar.
Estas tartas son sabrosas y densas, debido a la cantidad de nueces que llevan. Lo que más me ha gustado de la receta es la masa quebrada con nueces molidas y queso, facilísima y con un resultado tostado, hojaldrado y generoso en sabor.
Para acompañar estas tartaletas, os sugiero la última novela de Pat Conroy: "South of Broad" (he intentado buscar el título de la traducción española, sin éxito). Este escritor, erróneamente catalogado al principio de su carrera como un productor de bestsellers, se convertirá en breve en el nuevo clásico literario sureño.
Si bien este libro tiene algún problemilla con el ritmo con el que dosifica la acción (nada lo suficientemente grave como para estropear el placer de leerlo), sus descripciones están hechas en una lengua evocadora que deslumbra por su belleza, y sus diálogos rezuman ingenio y fina ironía. Hay quien lo detesta precisamente por eso, porque es un artesano de la palabra que describe a la antigua, y porque generalmente en sus historias el amor por la familia, los amigos, la pareja, termina por redimir de todos los demonios interiores. Un autor que cuenta siempre la misma historia, y cada vez que lo hace consigue cautivarme.
"Demasiados buenos sentimientos", opinó una vez un conocido, rebosante de cinismo. Para mí eso es el equivalente a "demasiados postres". Algo imposible.
viernes, 5 de febrero de 2010
Galletas Digestive : el Imperio (británico) contraataca
Cuenta la leyenda que en la época en la que la Reina Madre aún vivía, la llevaron a visitar un albergue para mujeres maltratadas. La consabida tournée de las instalaciones terminaba en el sótano de la casa, donde los anfitriones insistieron en enseñarle a her Majesty the Queen Mother la lavandería del centro. Las crónicas afirman que la Reina Madre, contemplando perpleja el despliegue de lavadoras y secadoras, señaló con su real índice una de las máquinas y preguntó, toda charming y curiosa: -"¿Qué es eso?". Me temo que son anécdotas como ésta las que alimentan mi feroz republicanismo.