lunes, 22 de febrero de 2010

Encuentros



... Cuando justamente el invierno empezaba a pesarme, cuando andaba quejándome de lo muerto que parece el bosque cuando uno sale a pasear, es cuando un encontronazo con una familia de ciervos me recuerda que todo no está tan muerto como parece.


Son estas cosillas inesperadas las que me ayudan a apreciar el momento. Y el largo invierno.

miércoles, 17 de febrero de 2010

No quiero ir al cole

... me duele la tripa."

- "Deja de remolonear. Levántate y corre a la ducha, es tarde."

- "Y la cabeza, también me duele la cabeza. Creo que tengo fiebre."

- "Corre, te digo. Que sólo tienes un cuarto de hora. No te va a dar tiempo a desayunar. Vas a perder el autobús."

- "Tengo náuseas."

- "Ya basta de excusas. ¿Qué tienes a primera hora?"

- "Artes Plásticas. Argh."

- "Plástica, es bonito, eso. Agradable para empezar el día, ¿no?"

- "No cuando la que da la clase a los babuinos de secundaria 3 soy yo."

"Los hombres inteligentes quieren aprender; los demás, enseñar". - Anton Chejov

"En el principio Dios creó idiotas; eso fue para practicar. Luego creó las juntas escolares. " - Mark Twain

"Uno no aprecia muchas de las cosas de la escuela hasta que se hace mayor. Pequeñas cosas como que te azote todos los días una mujer de mediana edad, cosas por las que más adelante pagas un buen dinero." - Emo Philips

"Cualquiera que haya asistido a una escuela pública inglesa se sentirá comparativamente en casa en la cárcel." - Evelyn Waugh

"En nuestra escuela nos registraban al entrar para ver si llevábamos pistolas o cuchillos y, si no era así, te daban alguno." - Emo Philips

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Esta entrada es una extensión del comentario que he dejado en este otro post, de lo más acertado, del Hombre ama de casa. Su entrada, escrita desde el punto de vista de un padre, me ha parecido digna de reflexión, y como no quiero repetir lo que él explica tan bien, os sugiero que la leáis.

Soy profesora. Tranquilos, no es contagioso. Ahora mismo busco trabajo, pero me temo que ser profe es algo que más que tener un contrato. He enseñado a gente mayor, y en primaria, y en secundaria, a más de trescientos alumnos por año, de todas las edades entre los cinco y los diecisiete años, y a veces hasta los setenta y cinco. He ejercido esa profesión en Canadá, pero sospecho que muchos de los problemas que existen en las escuelas de aquí se parecen a los de allí, salvo que quizá, por lo que me ha comentado una amiga que es profe en España, aquí los padres son un pelín menos peligrosos. Lo digo porque aquí aún no he visto nunca a un padre irrumpir en plena clase gritando al profesor "te voy a romper la cara", pero dadle tiempo al tiempo.

Yo vengo de la generación de la tarima de madera, en la que el profesor estaba -y no sólo físicamente- por encima de los alumnos. Una generación en la que los padres te daban un castigo de propina si se enteraban de que la profe te había castigado, reforzando así su autoridad. Y ahora que menciono la autoridad, vengo de una generación en la que palabras como "autoridad", "disciplina", "esfuerzo", no eran consideradas como palabrotas antipedagógicas. Tampoco tengo la impresión que los de mi quinta hemos salido especialmente traumatizados de la escuela.

Por supuesto que tuve profesores horrorosos. De hecho, todos los buenos profesores se esfuerzan por mantener vivo el recuerdo de cuando ellos fueron alumnos, para no reproducir las mismas barbaries. Soy plenamente consciente del poder que un buen o mal profesor tiene sobre los alumnos, especialmente los más pequeños. Yo odio las matemáticas y todo lo que tenga que ver con números, gracias a una profesora que nos aterrorizó durante el bachillerato, época en la que las mates se complicaban considerablemente. Está claro que mi minusvalía numérica innata no me predisponía a adorar la asignatura, pero una profesora más humana hubiera ayudado a que al menos no la detestara.

También recuerdo una profesora de gimnasia que parecía haberse propuesto que aborreciéramos toda forma de ejercicio físico. Y que lo consiguió, al menos en mi caso, poniendo en evidencia repetidas veces mi torpeza y mi falta de coordinación y de gracia, a una edad en la que ya de por sí hasta los más atléticos parecen estar incómodos dentro de sus propios cuerpos.

Mucho más tarde, ya adulta, cuando descubrí otros deportes que no requerían esa feminidad y ligereza de la gimnasia rítmica y el ballet, me sorprendió a mí misma cuánto me gustaba moverme. Probablemente hubiera sido mucho más deportista de lo que soy si las cosas en la escuela hubieran sido diferentes (mis padres no practicaban ningún deporte). Pero culpar toda tu vida a los profesores o a los padres tiene sus límites: llega un tiempo en el que hay crecer y asumir la responsabilidad personal. Aunque aún haya momentos, en medio de mi jogging cotidiano, en los que no puedo reprimir un simbólico corte de mangas a aquella amarga profesora.

Por el contrario, tuve un genial profesor de historia en COU, unas profesoras de EGB a las que recuerdo como a segundas madres (ah, la seño Cristina, en segundo, que me llevaba de la mano hasta el patio, cuando yo aún era una niña aquejada de una timidez brutal).

Y ya adulta, mi director de tesina, monsieur P., ese lingüista doctísimo, barbudo, judío y jubilado, es mi ídolo pedagógico. Sin él nunca hubiera terminado de revolucionar el mundo de la lingüística. Durante estos dos últimos años ha sabido mantener un equilibrio perfecto entre un positivismo a prueba de bomba (en los dos sentidos, el práctico y el filosófico), un humor alentador y una exigencia académica despiadada. Era capaz de contarme un chiste rijoso y acompañarlo de una referencia erudita tan oscura que yo necesitaba dos días y varios libros y diccionarios para entenderla. Apreciaba en su justa medida los enormes esfuerzos que he tenido que hacer para escribir en francés académico, y parecía saber perfectamente cuándo necesitaba de él un comentario confortador y cuándo una patada en el trasero. No todos los profes pueden dosificar adecuadamente ambas cosas.

Así que en efecto, como decía al principio, soy plenamente consciente de la influencia de un profesor en la vida de un estudiante.

Podría escribir un libro sobre el tema pero probablemente sería infumable, por consiguiente, me limitaré a constatar lo que he observado durante mis años de práctica:

1. Siempre me divierte ver cómo los padres reprochan a los profes algunas de las cosas normales que pueden ocurrir en la escuela (accidentes, peleas, olvidos); yo he tenido clases de 36 niños de cinco años y me las arreglaba para mantenerlos en orden, concentrados, moderadamente respetuosos, entretenidos, contentos de aprender y vivos. Sin ayuda de otro adulto ni de calmantes. Sobre todo cuando algunos padres no son capaces de controlar a dos niños.

Quizá esta dificultad para controlar a los retoños tenga algo que ver con el desuso generalizado en el que ha caído la palabra cimentadora de la educación: "NO". En algún punto de la pasada década, los nuevos padres han pasado al otro extremo: de un autoritarismo irracional a un "soy coleguita de mis hijos" radical. Y en el proceso han olvidado que aprender a ganarse las cosas por el esfuerzo y la paciencia, a hacer cosas necesarias que no siempre nos apetecen, y a aceptar la frustración de no obtener siempre lo que queremos, forma parte de crecer.

2. Ser profe no está pagado para la cantidad de trabajo y el nivel de preparación, vocación, paciencia y amor (sí, amor, porque queremos a los niños que tenemos en clase, por mucho que eso sorprenda) que requiere. Si me hubieran pagado cada hora de preparación, cada hora extra pasada en un pasillo a pasar kleenex a un niño o adolescente dolorido, a escuchar quejas de padres que nunca se acuerdan de mi asignatura hasta que ven las notas de mayo y entonces piensan en la media global, a mediar en conflictos de todo tipo, hace mucho que hubiera terminado de pagar la hipoteca.

En Quebec, los trabajadores de la enseñanza baten récords de depresiones por agotamiento profesional, junto con las enfermeras. Dos profesiones que tienen en común su carácter vocacional (al profesor al que no le gusta enseñar, le espera una vida sumamente infeliz, y a sus alumnos también), y la entrega personal desinteresada, que va más allá de horarios y convenios colectivos. La falta de reconocimiento de su importancia también es un punto común.

3. Los profesores son formados y contratados para enseñar (subrayo este verbo), y no para educar. La educación, el respeto, la disciplina, son cosas que se aprenden en casa, con los padres. Pero tengo la impresión de que cada vez más se delega en los profes el rol de padres.

En los últimos años he tenido que enseñar a chavales de 6 años (¡y de 16!) a dar las gracias, decir "por favor" y "buenos días" ( y no durante el curso de español), a resolver un conflicto sin llegar a los puños, a atarse los cordones de los zapatos, a leer la hora en un reloj, a sonarse la nariz y a usar un cuchillo y un tenedor o la servilleta, para que quien comparta mesa con ellos en la cafetería no pierda instantáneamente el apetito. Hacer todas esas cosas me ocupaba tiempo, un tiempo en el que no hacía el trabajo por el que supuestamente me pagaban: enseñar un idioma y enseñar artes plásticas. Las he hecho sin problema, contenta de poder ayudarlos, porque alguien tenía que hacerlo. Todas estas cosas a mí me las enseñaron mis padres, en casa. Formaban parte de la educación.

Un besazo a todos los padres y madres que entienden la diferencia y hacen su parte, permitiendo así que gente como yo pueda concentrarse en su trabajo: enseñar.

PD: (La recomendación literaria del día: "Chagrin d'école" -"Mal de escuela"-, de Daniel Pennac. Lectura imprescindible para todos los profesores.)

domingo, 14 de febrero de 2010

Everyone Says I Love You

... a lo mejor ésa es la razón por la que San Valentín no es una fiesta "de guardar" en esta cabaña montrealesa. Tanto monsieur M. como yo aborrecemos cordialmente estas ocasiones en las que las muestras de afecto son obligatorias. Y a mí las flores y el chocolate me gustan todo el año ;-).

Así que hoy tendréis que conformaros con este borscht, humilde pero festivo. Normalmente sigo la receta clásica y dejo las verduras troceadas, pero la versión en puré de hoy se debe a que un virus maligno ha inflamado gargantas (que no pasiones) por estos lares.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Pecados de Pecán


En Quebec, un petit suisse no tiene nada que ver con queso fresco. A nadie se le ocurriría comerse un suisse a cucharadas. Estos simpáticos y diminutos roedores (foto, arriba) fueron uno de los primeros contactos con la fauna local que tuve al llegar a Quebec, en mi primera acampada. Para alguien como yo, que viene de una ciudad con la mayor densidad de población por metro cuadrado del País Vasco (y cuando uno intenta dormir en una noche de verano, da la impresión que es la misma que la de Tokio), estas ardillas diminutas e hiperactivas son de lo más salvaje. Mi segundo contacto con la fauna salvaje local fue cuando conseguí un puesto de profesora en una escuela secundaria. Pero ésa es otra historia, y será contada en otra ocasión.

Montreal, al igual que muchas ciudades europeas (como Edimburgo), está llena de ardillas, unas ardillas grises enormes y urbanas. Los nativos las miran con cierto desdén que yo no comprendía al principio, fascinada por estos inteligentes roedores. Y es que en mi ciudad natal lo más exótico que he visto nunca son las palomas del parque. Dado el grado de vandalismo que se ejerce alegremente los fines de semana en los parques públicos, imagino que las ardillas no hubieran durado mucho, al menos no sin sufrir mutilaciones graves. O terminar en la cazuela, porque los vascos somos muy apañados. Sin embargo, con el tiempo he llegado a entender ese desdén de los montrealeses: las ardillas grises son a los mamíferos lo que las palomas urbanas a las aves.

Mi afecto por estos vivarachos bichejos bajó algunos enteros cuando sorprendí a uno de ellos masticando alegremente frente a mi ventana los girasoles que había plantado en el patio trasero, girasoles que estaban a punto de florecer. Lo sé, no suena como un crimen grave, pero plantar en Quebec flores mediterráneas como los girasoles exige un esfuerzo titánico: plantar las semillas en semilleros dentro de casa en abril, porque aún hiela, cuidar de ellas y transplantarlas con amor cuando empieza a hacer calor, en junio. Protegerlas de los pájaros y de otros animales hambrientos, como mapaches y marmotas.
Así que cuando tras meses de paciente espera, una mañana pillas a una ardilla haciéndose un piscolabis con el producto de tus desvelos, mientras te mira a los ojos, la condenada, entiendes un poco mejor por qué hay jubilados en el campo que ventilan sus frustraciones a tiro de calibre doce.

La suisse, por el contrario, mucho más pequeña que la ardilla urbana, vive en el bosque y ha sabido mantener el encanto de las ardillas salvajes, pero con una sabia dosis de oportunismo: en los cámpings, este animalito será increíblemente atrevido y llegará a comer de la mano del turista incauto. Es muy divertido ver cómo recoge una nuez con las dos patitas delanteras y se la guarda rápidamente en un carrillo enorme -para su talla-, en el que la transportará hasta su escondrijo.

Mis lectores habituales estarán un poco desorientados: ¿qué le pasa a la autora del blog, que le ha dado este arranque Félix Rodríguez de la Fuente? Ah, que echa de menos la vida exterior, bastante limitada en invierno. Aparte de ver a un par de cardenales posados en las ramas de la hiedra del patio, a quince bajo cero no se suele ver muchos animales, excluyendo a ciertos grupos de hinchas de hockey que me encuentro a veces por el metro.

Como soy de lo más cíclica, siempre me pasa lo mismo en esta época del año: a mediados de febrero empieza a cansarme salir a la calle y encontrarme este eterno congelador que es el invierno quebequés. Empiezo a soñar con vegetación (la que sea, con tal de que sea verde y esté viva, las acelgas de la cena no cuentan), con sitios cálidos como la Toscana, la Provenza, Creta, Carolina del Sur, Louisiana, hasta la Rioja me hace suspirar :-).

Últimamente ando muy obsesionada con la lectura de clásicos sureños americanos, (Cormac McCarthy en días apocalípticos, Pat Conroy cuando quiero recuperar la fe en la humanidad, Faulkner y Harper Lee en todo momento), y esta nostalgia del calor me ha hecho derivar hacia la cocina del Viejo Sur. Ya sabéis, la tierra de los magnolios, los caimanes, las magníficas casas de la era federalista y el Ku Klux Klan (uhm, los caimanes y el KKK me inspiran un poco menos de nostalgia).

Uno de los postres más típicos del sur, junto con el Key Lime Pie de la soleada Florida, es la tarta de nueces de Pecán (Pecan Pie). Esta tarta es uno de los grandes clásicos ineludibles en las fiestas familiares en los USA. La mesa de Thanksgiving y de Navidad no está completa sin ella. Esta versión nórdica que os propongo está hecha con sirope de arce, en lugar del sirope de maíz que utilizan nuestros vecinos del sur. Si la dejáis fuera para que se enfríe, vigilad a las ardillas.


INGREDIENTES (Para 5 tartaletas) :

(Receta de Pecan Tassies, de Martha, cantidades ligeramente modificadas, porque siguiendo las suyas da un relleno muy escaso. También he cambiado un poco la cantidad de mantequilla y el tiempo de horneado.)

Para la masa:

- 1/2 taza de nueces de Pecán peladas

- 1/2 taza de queso mascarpone

- 4 cucharadas soperas de mantequilla a temperatura ambiente

- 3/4 de taza de harina

- una pizca de sal (la pizca es una unidad de medida universal, por si no lo sabíais)

Para el relleno:

- 2 huevos

- 1/2 de taza de azúcar moreno

- 4 cucharadas soperas de sirope de arce (o miel, si no lo encontráis)

- 4 cucharadas de té de extracto de vainilla

- 1 cucharada sopera de mantequilla, a temperatura ambiente

- 1 cucharada sopera de mascarpone

- dos pizcas de sal

- 1 taza y 1/2 de nueces de Pecán peladas

ELABORACIÓN:

Precalentar el horno a 180 grados. Preparar la masa: Tostar las nueces de Pecán en una sartén, vigilando para que no se quemen. Molerlas finas en el robot de cocina (o en un molinillo de café). Deberíais obtener 1/2 taza de nueces molidas. En un bol aparte, mezclar juntos el mascarpone y la mantequilla. Añadir la harina, las nueces molidas y la sal. Incorporar bien hasta formar una masa homogénea.

Separar bolas de masa de la talla de una mandarina pequeña, ponerlas en los moldes de las tartaletas y presionarlas y extenderlas con los dedos hasta que cubran cada molde.

Batir el azúcar moreno con la sal, la mantequilla y el mascarpone. Añadir los huevos, el sirope de arce (o la miel) y la vainilla. Tostar ligeramente las nueces en una sartén hasta que suelten su aroma, y mezclar brevemente al final. Rellenar cada tartaleta.

Hornear hasta que la masa se dore y que el centro haya cuajado (comprobar con un palillo), entre 35 y 40 minutos, depende del tamaño de vuestros moldes. Barnizar en caliente con una brocha untada en un poco de sirope de arce cuando las saquéis del horno. Esperar a que se enfríen antes de desmoldar.

Estas tartas son sabrosas y densas, debido a la cantidad de nueces que llevan. Lo que más me ha gustado de la receta es la masa quebrada con nueces molidas y queso, facilísima y con un resultado tostado, hojaldrado y generoso en sabor.


Para acompañar estas tartaletas, os sugiero la última novela de Pat Conroy: "South of Broad" (he intentado buscar el título de la traducción española, sin éxito). Este escritor, erróneamente catalogado al principio de su carrera como un productor de bestsellers, se convertirá en breve en el nuevo clásico literario sureño.

Si bien este libro tiene algún problemilla con el ritmo con el que dosifica la acción (nada lo suficientemente grave como para estropear el placer de leerlo), sus descripciones están hechas en una lengua evocadora que deslumbra por su belleza, y sus diálogos rezuman ingenio y fina ironía. Hay quien lo detesta precisamente por eso, porque es un artesano de la palabra que describe a la antigua, y porque generalmente en sus historias el amor por la familia, los amigos, la pareja, termina por redimir de todos los demonios interiores. Un autor que cuenta siempre la misma historia, y cada vez que lo hace consigue cautivarme.

"Demasiados buenos sentimientos", opinó una vez un conocido, rebosante de cinismo. Para mí eso es el equivalente a "demasiados postres". Algo imposible.

viernes, 5 de febrero de 2010

Galletas Digestive : el Imperio (británico) contraataca


Cuenta la leyenda que en la época en la que la Reina Madre aún vivía, la llevaron a visitar un albergue para mujeres maltratadas. La consabida tournée de las instalaciones terminaba en el sótano de la casa, donde los anfitriones insistieron en enseñarle a her Majesty the Queen Mother la lavandería del centro. Las crónicas afirman que la Reina Madre, contemplando perpleja el despliegue de lavadoras y secadoras, señaló con su real índice una de las máquinas y preguntó, toda charming y curiosa: -"¿Qué es eso?". Me temo que son anécdotas como ésta las que alimentan mi feroz republicanismo.

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Para acompañar un té proletario, de todos los días, uno de esos tés para seguir tirando el resto de la tarde, nada como unas galletas Digestive. Sobre todo después de que el príncipe Carlos nos ha honrado con su visita durante el mes de noviembre pasado, acompañado de sus apéndices auditivos y de Camila. Todo ello para celebrar Remembrance Day.

Estas galletas son una de esas escasísimas cosas en las que la versión industrial es difícilmente mejorable, pero quería probar a hacer unas caseras por intentar utilizar una grasa más decente que la maléfica grasa de palma que se usa en las que compramos en el supermercado.
Hablando de grasas maléficas, este domingo es el Super Bowl (New Orleans Saints contra Indianapolis Colts), y boles mayúsculos llenos de comida increíblemente guarra invadirán los sofás americanos y canadienses. El partido no es más que una excusa para llenarse los carrillos de cosas impensables, creo que en muchos hogares norteamericanos van a tener que alquilar desfibriladores, por si acaso. Este año no me ha dado tiempo a buscar una receta decadente y colesterolosa para compartir con vosotros y celebrarlo, pero aquí podéis encontrar algunas ideas perversas para vuestro próximo partido entre amigotes.

Buscando, buscando, he encontrado la historia de las Digestives y su curioso nombre, y varias recetas. He utilizado ésta, remplazando la mitad del azúcar por miel, la mantequilla por aceite de girasol y añadiendo una pizca de sal (las de McVities tienen un toque bastante salado)

Y podría decir que mis galletas han quedado jolly good. Definitely. Mientras yo ando untando galletitas en mi taza de Earl Grey, mis testosterónicos conciudadanos untan en ketchup alas de pollo fritas.

martes, 2 de febrero de 2010

El día de la marmota


De buena mañana, oigo al cartero que trepa los escalones delanteros de dos en dos y lanza el correo en la caja de latón suspendida junto a la puerta, que sirve típicamente de buzón en Quebec. Hago una pausa de enviar currículums electrónicos, poso la taza de café en la mesa y abro la puerta rápidamente, la rapidez debida a los 22 bajo cero de esta mañana montrealesa y al hecho de que aún estoy en pantalón de pijama y camiseta de manga corta. La camiseta, un poco grande para mi talla, luce la inscripción : "Soy lingüista, soy un objeto textual". Estremecida, y notando cómo se me congelan los pelillos en el interior de las fosas nasales, recojo el contenido del buzón y cierro la puerta con presteza.

Junto con los acostumbrados folletos de publicidad y facturas, una postal de Punxsutawney, Pensilvania. Dado el exotismo que han llegado a adquirir las postales en esta era virtual, me siento en mi silla de oficina, dejo a un lado todos los demás sobres, y la leo. La familiar escritura, en tinta malva y con una caligrafía muy femenina y cuidada, dice así:

"Chère Madame:

Le escribo esta postal desde Punxsutawney, Pensilvania, donde hemos venido a visitar a Phil, un primo de mi marido (por parte materna). Estábamos cerca y hemos querido pasar con él el d­ía de la marmota y que los chicos conozcan a Phil, la vedette de la familia. Nos apetecía más que pasar las fiestas con Wiarton Willie, mi hermano, que vive en Ontario. Francamente, saltarme un invierno canadiense no me molesta en absoluto. El señor Marmota (mi Paco) y yo estamos bien, aunque un poco abrumados por tanto paparazzi apostado a la boca de la madriguera de Phil. Desde que dejamos Montreal no hemos parado más de un mes en ningún sitio, y aunque siempre quise viajar y estoy viendo paisajes increíbles, esta vida trashumante a veces me resulta agotadora.

Paco está contentísimo, él siempre quiso jugar al golf, en lugar de limitarse a excavar agujeros en los terrenos. Personalmente, pienso que el golf es la actividad más aburrida del mundo, aunque me gustó lo de casarnos de nuevo en un drive-in de Las Vegas (hubiera podido prescindir del pastor disfrazado de Elvis). También le encanta la comida, está echando una panza increíble, incluso para él. Todas esas papeleras llenas de comida rápida no pueden ser buenas.
Los chicos están bien, dentro de lo posible para dos adolescentes. Siguen respondiendo a todas las preguntas con gruñidos, y han pasado todo lo que llevamos de viaje con el Ipod en las orejas. Yo me limito a palearles la comida y a recordarles que se laven el pelaje cuando el olor me resulta intolerable. Es difícil de creer que dos jóvenes marmotos que andan siempre obsesionados por el sexo hagan a un tiempo todo lo que pueden para repeler a todo ser viviente. Espero que las jóvenes marmotas de su edad que salgan con ellos estén aquejadas de sinusitis crónica, si no, mis hijos no se aparearán jamás.

Me resulta curioso decirle esto, pero la echo de menos a usted y a su Bigfoot de marido. Se me hace raro sacar la cabeza de la madriguera-motel y no encontrarme con ninguna sorpresa. Hasta echo de menos el olor a incienso y su música de locos.

Cuídense. Y pasen un buen invierno, que aún les queda bastante.

Muchos recuerdos,

Doña Marmota. "

Releo la postal, miro la foto, el sello y el matasellos, y sacudo la cabeza, perpleja. Abro el primer cajón de la mesa de mi oficina y la lanzo dentro, encima de otras postales de Niagara Falls, Nueva York, Las Vegas y Florida. Momentáneamente considero llamar a monsieur M. y contárselo. -"Naah." Me digo. -"Es mejor que no." Sacudo de nuevo la cabeza, como para despejarla de súbitas visiones de celdas acolchadas, camas con correas e inyecciones de antipsicóticos. Le doy un sorbo al café y sigo mirando ofertas de empleo en Workopolis.