domingo, 28 de octubre de 2012

Gatitud y gratitud

Pérez-Reverte escribió una vez en una crónica muy emocionante sobre una perra abandonada en una gasolinera que seguía esperando a sus dueños después de un año, que ningún ser humano vale lo que valen los sentimientos de un buen perro. Sin ser tan extrema, yo diría que algunos seres humanos no valen lo que valen los sentimientos de un buen perro o un buen gato. Estoy convencida. 

Hace ya casi dos semanas que enterramos a Alfonso en el jardín de Muffin Manor, frente al estanque de las ranas. Alfonso, nuestro gato-perro, como lo llamaba una buena amiga, se fue de la misma manera en que había vivido: rápido, de buen humor, sin quejarse, ronroneando y confiando plenamente en nosotros y dando muestras de afecto a pesar de que debía de estar sufriendo un auténtico calvario. El tumor que tenía era enorme, óseo, extendido a buena parte de la mandíbula, y el único tratamiento posible era operarle y cortarle un pedazo de la misma. La calidad de vida que le hubiera quedado tras esa tortura habría sido lamentable. Aún así, es muy posible que ya tuviera metástasis en los pulmones. La veterinaria nos dijo que lo mejor era una eutanasia, y que nuestro gatazo, de casi trece años, ya había vivido una buena vida. Le pedimos estar presentes mientras le daba la inyección, y lo acariciamos mientras se le paraba ese corazón tan enorme que tenía. Alfonso no se dio cuenta, estaba anestesiado y dormía tranquilamente, algo que sabía hacer muy bien (horas y horas de práctica :-). Era lo mínimo que podíamos hacer por un animal que siempre ha estado presente en nuestros peores y mejores momentos. Esa misma mañana, antes de salir para el veterinario, habíamos compartido una sesión de rascada de cogotillo y ronroneos estruendosos mientras yo me tomaba el café.

Al volver a casa lo enterramos en el islote frente al estanque. A Monsieur M. se le caían unos lagrimones gordos como garbanzos mientras cavaba la tumba (hay algo profundamente triste en el hecho de ver a un hombre tan grande llorar por un ser tan pequeño). Yo planté unos bulbos de tulipanes para marcar el sitio. Ahora que el estallido de color otoñal ha terminado en Quebec, y los árboles han perdido las hojas, la bruma y los días grises de finales de octubre y noviembre acompañan perfectamente a lo que siento cada vez que miro por la ventana y veo el pequeño túmulo de piedras.

Fonso era fiel, adorable, paciente y estaba siempre de buen humor. Más de lo que se puede decir de muchos maridos.  Tenía ese don de ganarse el cariño de todos los amigos a los que no les gustan demasiado los gatos. Se dejó estrangular repetidas veces por mi sobrino cuando éste era demasiado pequeño como para saber tratarlo con delicadeza, y nunca lo arañó. Soportaba todos sus estirones, achuchones y dedos en los ojos con una paciencia remarcable y cierta cara de resignación. En los momentos bajos siempre estaba ahí, lamiéndote un mechón de pelo para animarte, ronroneando como diciendo: -«Venga, seguro que no es tan grave, deberías lanzarme la pelota y olvidarte un poco de todo eso». Cuando estaba enferma lo detectaba antes que ningún médico y venía a enroscarse en mi regazo. Cuando intentaba leer el periódico (en la época en que era de papel), invariablemente se acostaba sobre la página que estaba leyendo. Ante mi mirada censuradora se ponía tripa arriba, recordándome sus prioridades: vale, la crisis, sí, pero... ¿y las rascadas de barriga? Alfonso ha sesteado sobre una cantidad increíble de exámenes por corregir y pilas de artículos universitarios . Puede que de ahí le viniera su sabiduría. La camaradería era innata.

Sé que era un gato, y que ha vivido una vida mejor que muchos niños en este planeta de locos. Ha comido varias veces al día durante toda su existencia, y probablemente ha recibido más cariño que muchos seres humanos. Pero era mi gato. Una parte -felina- de nuestra familia. Gordo, simpático y afectuoso. Y yo lo quería. Su simple existencia me hacía sonreír. Es difícil hacer justicia a tanto amor desinteresado como el que recibí de ese animal con mi vocabulario limitado. La gente podría aprender sobre el amor inspirándose de los animales. Yo he aprendido mucho. 

Gracias por todo, Fonso. Espero haberte correspondido dignamente en la medida de mis posibilidades. Al fin y al cabo, yo sólo tengo un corazón humano. 


lunes, 15 de octubre de 2012

Otoño

El otoño ya está aquí de nuevo. Parece que hace dos días que era verano, que nos mudamos, que estuve en Nueva York con Noema en unas vacaciones estupendas de exploración gastronómica. El tiempo pasa tan rápido como las bandadas de gansos salvajes que han sobrevolado Muffin Manor durante las dos últimas semanas, anunciando que la nieve no anda lejos. Los días de octubre que llevan a Halloween se suceden, dorados, el aire matinal es fresco (ya casi frío) y límpido aquí en mi nueva región, los montes Laurentides, las hojas crujen bajo los pies y el olor de la lana de mi jersey favorito vuelve a acompañar mis paseos. La gente ha sacado las calabazas a la puerta y los supermercados venden paquetes enormes de caramelos que los adultos compramos diciéndonos que son para dar a los críos en la noche de Halloween y que nos zampamos a escondidas. Poco a poco nos hemos ido apropiando la nueva barraca. La cocina se ha llenado de aromas de crema de calabaza y jengibre, de tarta de manzana y de pastel de zanahoria con especias, y al fin la casa ha empezado a oler a nuestra casa.

Como le decía a un lector en los comentarios, me muero de ganas de sentarme a escribir y tengo recetas en reserva en el disco duro, y fotos, y los próximos capítulos de la tercera temporada :-) de mi historia detectivesca por entregas (esos en la cabeza, y en un cuaderno). Pero es que la mudanza ha sido brutal. La reforma y pintura de la nueva «choza» han sido brutales (todo con estas manitas). La vuelta a las clases está siendo brutal. La universidad me consume todo el tiempo (porque yo tendré imaginación, pero las clases que doy tengo que prepararlas igual :-). Y también hay que vivir. Hay que andar por el bosque y recoger hojas, hacer galletas, rascarle la barriga a Alfonso, comer sopa, beber tés con los amigos, ir al cine, leer novelas de crímenes y plantar bulbos de tulipanes delante de la ventana de la cocina. 

Que sepáis que no es desidia, ni hartón de blog (hay épocas en las que pasa, porque es mucho trabajo), ni falta de ideas. Es simplemente que en Canadá los días tienen solamente 24 horas. Hasta que las cosas se calmen un poco, os dejo unas fotos de mi nuevo entorno. Para que veáis que el otoño en Quebec sigue siendo espléndido.